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Un ejercicio de despojamiento

Consonante materia presenta una serie de poemas breves y de verso corto, repartidos en cuatro partes dedicadas a las estaciones

Juan Ramón Torregrosa, en una imagen de archivo. antonio amorós

Todavía recuerdo cuando, en 2008, Juan Ramón Torregrosa (Guardamar del Segura, 1955) sorprendió a sus lectores con un libro titulado La soledad siguiendo, un cancionero amoroso de estilo tradicional y asunto moderno que se sumaba a los títulos anteriores del autor, el ya lejano El estanque triangular (1975) y los más cercanos Sol de siesta (1996) y Sombras del olvido (2003), volúmenes en los que la infancia y la memoria adquirían un relieve fundamental. Ese era también el motivo central de Cancela insomne (2013), una auténtica evocación de la infancia y de la primera adolescencia. Y así llegamos al que, hasta el momento, era su último libro de poemas, Concierto de contrarios (2017, finalista del Premio de la Crítica Literaria Valenciana).

Hasta cierto punto, Consonante materia parece algo totalmente distinto a lo anterior, pero se puede entender sin demasiados problemas como una evolución natural de su trayectoria lírica. En Consonante materia se produce un auténtico ejercicio de despojamiento; si Concierto de contrarios era una homenaje a la cultura occidental, Consonante materia entra de lleno en la contemplación y asombro frente a la naturaleza que se abre frente a nosotros. La vida del ser humano, necesariamente abocada a la muerte, deja paso a la vida natural, eterna en un ciclo perpetuo que se manifiesta en la sucesión de las estaciones.

Consonante materia, que ha llegado a las librerías coincidiendo con la primavera y ha salido en la Colección Sudeste de la editorial Balduque (una colección que debe su nombre a Ediciones Sudeste, el mítico proyecto editorial que impulsaron José Ballester y Raimundo de los Reyes bajo el patrocinio del diario La verdad), tiene una estructura bien articulada. Hay un poema de introducción, Fe de vida, y otro de cierre, Retorno y memoria. El resto de piezas se reparten entre las cuatro secciones del volumen, cada una de ellas dedicada a una estación del año: Primavera (15 poemas), Verano (21 poemas), Otoño (25 poemas) e Invierno (23 poemas).

El poema que da la bienvenida al libro, Fe de vida, es una auténtica declaración de intenciones que dialoga con una cita de Quevedo. A continuación, encontramos el paso de las estaciones, formulado con poemas mínimos, breves, muchos de ellos de entre cuatro y seis versos, con interesantes combinaciones de heptasílabos y pentasílabos, aunque no renuncia en ocasiones al empleo de los endecasílabos. La contemplación y el asombro frente a la naturaleza más cotidiana y sencilla pueblan todo el volumen, por el que pasan aves, insectos, flores e innumerables paisajes. Pocas son las composiciones con título, y en las escasas ocasiones en que este aparece, lo hace entre paréntesis, en cursiva y en un tipo de letra más pequeño, como si no quisiera molestar. Hay también alguna composición de corte noepopularista y muchos de los poemas recrean pequeñas estampas de la naturaleza. Del mismo modo, algunas composiciones incorporan reflexiones de carácter aforístico y otras adoptan la forma externa del haiku o del tanka. Algo que resulta muy recurrente es que el último poema de una parte enlaza con la siguiente estación, como ocurre con la última composición de Primavera: «El verano se anuncia / con días cálidos / y olas de luz crecida. // Pronto cuerpos desnudos / lucirán en la arena / su juventud perpetua. // Qué lejos el invierno / un año más».

Y es que, no en vano, Consonante materia permite una lectura circular, de eterno retorno, ya que, frente a lo que ocurre en la vida del ser humano, en la que todo tiende a desaparecer, en la naturaleza todo regresa y se repite de nuevo.

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