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Amor en conserva

La millonaria que creía ser soprano

Florence Foster Jenkins (Pensilvania, 1868- Nueva York, 1944) fue una excéntrica millonaria americana, tan amante de la música y el bel canto que, no contenta con presidir y financiar el Club Verdi de melómanos neoyorquinos, llegó a creerse una auténtica soprano cuando, en realidad, cantaba como una gaita desafinada que solo provocaba lástima o hilaridad. Gracias al amor y protección de su esposo, a su dinero que servía para pagar los aplausos de sus cínicos o ingenuos admiradores, Florence actuó en muchos recitales, llegó a debutar en el Carnegie Hall -convenientemente alquilado para la ocasión mediante una generosa cantidad de dólares-- y grabó una serie de discos que hoy son piezas codiciadas por los amantes de las rarezas y los productos frikis.

En 2015 el realizador francés Xavier Giannoli realizó una libre adaptación de esta historia trasladándola a la Francia de 1922 y convirtiendo a la ingenua americana en una baronesa igualmente adinerada: Madame Marguerite, protagonizada por Catherine Frot, que ganó un Cesar a la mejor interpretación femenina de ese año y cosechó un gran éxito ante ese público francés siempre amante de los temas trascendentes y presuntamente intelectuales. Giannoli, dudando, tal vez, del potencial que tenía asunto de cara a reflexionar sobre cuestiones tales como el autoengaño, el poder aberrante del dinero o la insuficiencia del amor al arte para convertirnos en artistas, enmarañó la historia con muchos personajes secundarios, no siempre bien perfilados, y tuvo el acierto, eso sí, de convertir a Marguerite en una víctima y musa de los crueles círculos vanguardistas del Dadá y el surrealismo que deseaban acabar con todo tipo de convencionalismo artístico.

En 2016, un año después del estreno de Madame Marguerite, Stephen Frears se acercó a la historia real para ofrecernos Florence Foster Jenkins, no un remake o adaptación fiel de la película francesa, sino más bien un reboot -que dicen los modernos- una versión propia, tan alejada del original, como Scarface/El precio del poder de Brian de Palma (1983) del homónimo de Howard Hawks de 1932 .Frears se limitó a ir al meollo del drama de Florence en el lugar donde ocurrieron los hechos -Nueva York- y el tiempo en que la historia cobró relevancia, 1944. Centrada, fundamentalmente, en tres personajes, Florence ( Meryl Streep), su fiel y embaucador esposo, el exactor St. Clair Bayfield ( Hugh Grant) y el pianista Cosme MacMoong que solía acompañarla ( Simon Helberg), el versátil realizador británico llevó a cabo una de sus habituales piezas aparentemente menores que, con el paso del tiempo acaban por convertirse en un filme de culto; como ocurrió con algunos de sus trabajos más intensos, desde Mi hermosa lavandería a The Queen, pasando Hi-Lo country, Los timadores o Las amistades peligrosas.

Florence es, a medio camino entre la comedia y el melodrama, un filme para el lucimiento actoral. Meryl está sublime intentando destrozar con sus trinos y sobreagudos todo lo cantable de Mozart, Verdi y Strauss. Imposible hacerlo intencionadamente peor trasladando al espectador la sensación de ridículo y vergüenza ajena: de Óscar, aunque solo estuvo nominada. Hugh Grant, magnífico, pone la nota de ambigüedad a la historia, desconcertando a un público que no acaba de saber si se trata de un ingenuo enamorado de su esposa o de un farsante de tomo y lomo que la explota. Simon Helberg se encarga de los toques de humor mediante sus gestos de pasmarote que no da crédito a lo que oye cantar a Meryl, ni a como se ha vendido tan vilmente por dinero para acompañarla al piano. El resto de la trama, aunque parezca increíble, gira en torno a que, a pesar de sus recitales públicos y discos, la pobre Florence no se entere jamás de que canta como grita la victima de un asesino en serie.

Entre las dos versiones de esta historia, la compleja y más fría de Giannoli con sus pretensiones intelectuales, y el planteamiento más sencillo de Frears, gana, sin duda, este último, poniendo de relieve aquello de que quien mucho abarca poco aprieta. En todo caso Marguerite y Florence nos hacen pasar un buen rato entre tanta truculencia coreana y supervillanos de psiquiátrico.

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