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A propósito de David Trueba

Con su prosa sencilla y sin excesivas pretensiones, nos da otra estupenda lección de lo difícil que es escribir con naturalidad y del lugar donde deben quedar las pretensiones de un viejo cronista.

A propósito de David Trueba

En alguna ocasión este cronista de lecturas desordenadas -que no tiene nada de crítico literario- ha sentido la humana tentación de adentrarse en el territorio de la creación y escribir una novela. Como ya no tiene edad para experimentos vanguardistas que le permitan enmascarar su falta de pericia, tratando de confundir al lector, su idea era recurrir a un asunto sencillo en el que las experiencias personales, cotidianas, adquirieran el valor testimonial de un individuo corriente que vivió el tránsito entre dos siglos. Se le ocurrió, por ejemplo, un ejercicio tan simple como transcribir, con alguna licencia, el contenido de un chat registrado en wasap que, a lo largo de siete u ocho años, ha mantenido con otros cinco amigos separados tras la jubilación. Un material que, revisado, se revelaba como una de aquellas antiguas novelas «dialogadas» que iba mostrando la evolución de unos personajes intentando mantener viva la llama de la amistad en un momento crepuscular de su existencia.

Recuerdos, discusiones, proyectos, comentarios sobre la cambiante actualidad, las heridas que el tiempo iba provocando con la desaparición de algunos seres queridos, contenían elementos dramáticos muy apropiados para un relato costumbrista del siglo XXI. Como quiera que el cronista es perezoso por naturaleza, abandonó esa idea que, celebrada por los amigos del chat, se quedó en proyecto y hoy decide regalar a los lectores aficionados a las letras con más ingenio, tiempo y capacidad de trabajo, que este humilde servidor.

Escribo estas líneas, más que preliminares, para dar noticia de la última novela de David Trueba, El río baja sucio (Siruela, 2019), un autor cuya obra novelística me ha sorprendido y agradado siempre por la sencillez de su estilo, su gran sentido del humor y esa capacidad, casi notarial, para dejar un vivo recuerdo del tiempo en que vivimos con sus tribulaciones cotidianas. Una literatura sin artificios, hipnótica, que discurre como un río de aguas tranquilas cuyas tramas y personajes, a pesar, incluso, de ciertas rarezas -recuérdese su divertida Abierto toda la noche (1995)- reconocemos tan próximas y veraces como el mapa humano de un patio de vecinos.

El río baja sucio no es la mejor novela del polifacético David Trueba. Posée, sin embargo, toda la amable honestidad y el interés que provocan sus novelas anteriores. En este caso se trata de un ejercicio tan minimalista como lo era Blitz (2015) en torno a un extraño enamoramiento. Solo que ahora el escritor aborda el tema de la amistad entre unos adolescentes en el marco temporal de una Semana Santa y el espacial de uno de esos pueblos de la España rural amenazados por la contaminación de su entorno, la explotación de la naturaleza y la corrupción urbanística.

Una historia de «aprendizaje» o «iniciación» carente del poderoso anecdotario de unas aventuras de Holden Caudfield o de Tom Sawyer y Huckleberry Finn, pero que deja ese poso final de ternura que provoca toda revelación inesperada en una edad crucial para la existencia. El encuentro de Ros, un tipo desarraigado que lucha por salvar su hogar de la expropiación por parte de los dueños de una cantera, y de su hija, de la misma edad que los muchachos, constituye el elemento catalizador de esta historia que anuncia una nueva etapa en la vida de los dos protagonistas y sus respectivas familias. Como en toda buena novela breve que se precie, los hilos que quedan sueltos al acabar esa semana campestre, los vanos de la trama que ha de rellenar el lector, constituyen un atractivo añadido de la historia, que perdura en nuestra mente, como el recuerdo de una grata e inquietante experiencia que deseamos completar.

David Trueba con su prosa sencilla y sin excesivas pretensiones, nos da otra estupenda lección de lo difícil que es escribir con naturalidad y del lugar donde deben quedar las pretensiones de un viejo cronista: en el mullido sillón, bajo la luz de la lámpara, con un libro entre las manos.

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