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«La entrometida», Muriel Spark en estado de gracia

«La entrometida», Muriel Spark en estado de gracia

En un texto aparecido en The New Yorker en abril de 2014, y titulado Lo que Muriel Spark vio, la crítica Parul Sehgal recoge una declaración de la escritora escocesa acerca de la recepción de su propia obra: Los lectores dicen que mis novelas son crueles porque en ellas existen acontecimientos terribles que yo narro de forma indiferente. Es cierto que a menudo parezco inexpresiva, pero hay una intención moral en ello. Lo que intento expresar es que, a la larga, lo que nos sucede en esta vida no es lo más importante, sino lo que pasa después». Hija de un judío y de una anglicana, Spark se convirtió al catolicismo en 1954, y esa huella es evidente en sus textos, bien que de manera poco convencional, pues nada le causaba más indiferencia que el tradicionalismo religioso. No en vano, uno de sus reconocidos ídolos fue el cardenal John Henry Newman, el muy polémico autor de Apologia pro vita sua, tan presente en las páginas de la deliciosa La entrometida, un logro mayor en una de las trayectorias más singulares de la narrativa en lengua inglesa de la segunda mitad del pasado siglo.La entrometida es una novela en la que se recogen suicidios inducidos, accidentes mortales, distintos adulterios ,robos de la propiedad intelectual y lavados de cerebro sin que al lector se le borre del rostro una permanentesonrisa. Una sonrisa de inteligencia, sin duda, pues la sutileza de Spark en esta obra que trata acerca del nacimiento de una vocación (la literatura) y el estado material que a menudoe sa vocación conlleva (la pobreza)es memorable.

La entrometida parece, de hecho, una novela escrita en estado de gracia, valga el término tanto en su acepción religiosa como en su uso profano. Una gracia entendida, por un lado, al modo de don divino, y por otro, como esa armonía que emana de ciertas obras de arte, una cualidad tanto más asombrosa en la medid aen que parece haber sido conquistada sin esfuerzo por parte de su autor.

La peripecia de Fleur Talbot, la protagonista de La entrometida, es en realidad un ejemplo de la lucha que un espíritu libre, el del creador, aborda a la hora de acometer su tarea. Una lucha en la que ni el éxito ni el fracaso tienen que ver con el objetivo de la escritura, pues son sólo falsos subproductos, malentendidos puntuales, ruido de fondo. Lo decisivo es la convicción de que la obra es una sustancia mítica en proceso de constante remoción, una reelaboración de la vida que aspira a contenerla sin mejorarla ni sustituirla. Quizá por ello, en el colofón de La entrometida, cuando Fleur triunfa sobre las circunstancias, pocas veces un happy end nos habrá resultado tan tolerable. Su victoria es el triunfo de una concepción del mundo apasionada y al tiempo escéptica, orgullosa y a la vez desapegada, la de una mujer que sentada sobre la lápida de un cementerio rumia en soledad la concepción de un poema.

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