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¿Invitadas?

La profesora y crítica de arte alicantina Isabel Tejeda analiza el relato fallido de la exposición del Museo del Prado Invitadas. Fragmentos sobre mujeres, ideología y artes plásticas

El cuadro Falenas, de Carlos Verger, utilizado para promocionar la exposición.

El día 6 de octubre de 2020 se inauguraba en el Museo del Prado Invitadas. Fragmentos sobre mujeres, ideología y artes plásticas en España (1833-1931). Debo manifestar que tenía formadas grandes expectativas acerca de este proyecto. Una exposición más que necesaria y que nadie en España había llegado a abordar desde instituciones estatales. Mi sorpresa fue mayúscula cuando el día 2 de octubre recibí desde el Área de Comunicación del museo una invitación a la asistencia a la rueda de prensa online para el lunes siguiente; la imagen utilizada para la difusión era el ya tristemente famoso cuadro Falenas, del pintor Carlos Verger Fioretti (1920). Escribí de inmediato un email al departamento manifestando mi estupefacción, que firmé como profesora universitaria y especialista en historia de las artistas mujeres. Argumentaba que para una exposición que pretendía visibilizar la obra de las artistas españolas desde 1833 hasta 1931, era inoportuno e insensible utilizar la obra de un pintor; que, además, se sirvieran de un estereotipo negativo y castrante desde luego no reflejaba la realidad de lo que habían sido las españolas en esa época (la falena es una polilla nocturna, dañina para cultivos y bosques). Nunca recibí contestación.

Los elementos de difusión de un proyecto no son sólo imágenes atractivas. Todas aquellas personas que hemos trabajado con la comunicación de un evento sabemos que deben ser gráficas y fácilmente reproducibles en los medios, pero no puede ser que una imagen negativa de lo que se pretende denunciar acabe posicionada por encima del resto convirtiéndose en la marca y retorno del proyecto. Si en teoría Invitadas debía reunir bastante obra de artistas mujeres, ¿por qué no se sirvieron de una de ellas para la difusión? ¿Qué tenían esas imágenes que se les hacían poco atractivas para este menester? ¿O qué tenía Falenas que sin embargo les resultaba seductor?

La obra La tertulia, de Ángeles Sangos, que se encuentra en el Reina Sofía.

Un merchandising con poco tacto

Sí, se ha utilizado la producción de estas artistas. ¿Para qué? Desde otras instancias del museo se ha metido aún más el dedo en la llaga sirviéndose de la obra de alguna artista para un merchandising que redunda en la falta de tacto: las fotografías de Jane Clifford han acabado con muy mal gusto en los mandiles y trapos de cocina que están a la venta en la tienda del museo; no puedo dejar de pensar que con esta acción se está devolviendo simbólicamente a esta fotógrafa y sus imágenes al lugar «que le corresponde»: la cocina. Y es que es preciso entender que las imágenes de ida, y luego de retorno, de un proyecto de este cariz -cariz político, aunque no quieran- no se reducen a las obras colgadas dentro de la exposición, ni se limitan a los textos en el catálogo; todos y cada uno de los elementos de una exposición, incluso las jaboneras kitsch que se venden junto al boli rosa chicle de «la princesita del Prado», son parte de su imaginario. La difusión y el merchandising desbordan el plano de la historia del arte porque acaban teniendo una proyección fundamental en la realidad social que vivimos.

Las fotografías de Jane Clifford han acabado con muy mal gusto en los mandiles y trapos de cocina que están a la venta en la tienda del museo

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En otra publicación académica, hoy en prensa, en la que he analizado las exposiciones de Joaquín Sorolla, manifestaba mi pasmo ante el hecho de que en la tienda de la National Gallery de Londres el merchandising de la antológica dedicada a este pintor valenciano estuviera basado en kits para hacer sangría, guitarras españolas, y cerámicas pretendidamente populares del sur de la península. Este folclorismo teñía la imagen de Sorolla que ofrecía la tienda del museo a su público cautivo. Pues lo mismo digo en el caso de Invitadas; sin duda a partir de estas decisiones se pone en evidencia más que en otras instancias el lugar de la enunciación y que se está hablando del "otro". Y el problema es que el Museo del Prado debemos ser tod@s.

Cuando escribí este email aprecié que estas tomas de decisión en el ámbito de la difusión y del merchandising redundaban en la invisibilidad que habían sufrido estas artistas y en subrayar el lugar que les había sido asignado socialmente; una situación que como sociedad moderna estamos superando. Invisibilidad que en realidad no era tan profunda en la época en la que ellas vivieron, ya que está de sobra demostrado que participaron en muchos eventos públicos -la propia Clifford recibió un encargo del Museo del Prado, lo que pone en evidencia que se la consideraba una profesional. Lo que en realidad ha ocurrido es que la historia del arte canónica, y con ella los museos, se han encargado de borrar las trazas de la existencia de las artistas mujeres, como demostré en la exposición A contratiempo, que llevé a cabo con María Jesús Folch en el IVAM.

El museo no puede escudarse en el argumento de que no habla él, sino el siglo XIX, como han afirmado algunos de sus responsables en declaraciones a la prensa. Todos y todas los que nos dedicamos a la historia del arte sabemos que el relato se construye y genera desde los discursos del presente. Y los discursos los diseña alguien, no se escriben solos. Me parece una excusa de mal pagador por parte del museo que, en lugar de enrocarse, debía haber abierto un diálogo con la sociedad civil y con la académica ante una abundancia inusitada de comentarios y críticas.

¿Estaba yo equivocada respecto a cuál era el discurso real de la exposición? Sin duda. A mis expectativas, fundadas en un conocimiento bastante exhaustivo de qué se ha hecho y qué no en el panorama español y en la existencia de lagunas que como sociedad ya no nos podemos permitir, se aunaban unas declaraciones del mes de marzo del director del museo, el señor Miguel Falomir; realizadas en un vídeo que todavía puede consultarse en la web, lamentaba el señor Falomir no poder inaugurar la muestra debido a la situación de emergencia sanitaria de nuestro país, declarando que Invitadas era «la apuesta más ambiciosa del Museo del Prado hasta la fecha por dar visibilidad a las mujeres tanto en su condición de artífices, artistas, como de sujeto (sic) de la pintura».

Sujeto y objeto

Esta afirmación hacia entender de forma indudable que la exposición era el resultado de una investigación que visibilizaba la obra realizada por artistas mujeres desde 1833 a 1931 (coletilla cronológica de la pasada centuria que, por cierto, a duras penas el proyecto cumple y que bien podían haberse ahorrado). En sus declaraciones a la prensa de los últimos días, se ha puesto en evidencia que la frase no se debía a un lapsus linguae, ya que el director mantiene el desliz repetidamente: cuando quiere referirse a los cuerpos de las mujeres como «objeto» de la representación, habla de «sujetos». El comisario de la muestra, el señor Carlos González Navarro (conservador especializado en arte español del siglo XIX y trabajador del museo), ha defendido, por otra parte, que su proyecto pretende visibilizar y denunciar la iconografía misógina del siglo XIX, cuestión que sin duda en la exposición tiene un peso mayoritario.

La parte dedicada a artistas mujeres tiene valor subsidiario, presentándose casi como un añadido que estratégicamente justifica la muestra

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Invitadas, por tanto, como puso en evidencia la profesora de la UAM Rocío de la Villa en un artículo en El Cultural de El Mundo, son dos exposiciones en una. La primera parte expone obras de pintores cuya iconografía ilustra los imaginarios misóginos del XIX; la segunda, «rescata» de los almacenes del museo, y sobre todo de sus depósitos en museos provinciales e instituciones públicas, las piezas de algunas artistas mujeres de aquella centuria. Esta segunda parte tiene un valor subsidiario, presentándose casi como un añadido que estratégicamente justifica la muestra, y que parte, a mi entender, de un error fundamental: el museo está exponiendo mujeres y no artistas mujeres. Si no, no se concibe que en las mismas salas del Prado dotadas de una cierta topografía simbólica al haber expuesto a El Bosco, a Velázquez o a Goya, se cuelguen piezas anecdóticas como las copias realizadas por algunas aristócratas, incluyendo la propia reina Isabel II. Esto desde luego no se hizo en la exposición que pretendía «recuperar» a los artistas del siglo XIX español y que he estudiado en otra ocasión.

Es obvio que copistas hubo muchos y muchas en el siglo XIX, pero quizás una pequeña acotación al respecto hubiera sido más que suficiente. Pese a agradecer esta aportación respecto al papel que tuvo la reina Isabel II en la conformación del museo, creo que debía haberse limitado a alguna cartela o a los textos del catálogo. Y así hay expuestas hasta 11 copias. Y es que el discurso de cualquier exposición parte de una gramática en la que estamos alfabetizados desde hace muchos años. Cuando se coloca una obra de arte al lado de otra se están por fuerza horizontalizando, se encuentran de igual a igual, al tiempo que hablan a las audiencias del museo desde el mismo lugar. Estoy segura que el museo no hubiera concebido una exposición de artistas del XIX en el que junto a cualquiera de los Madrazo hubieran colocado una copia pintada por Francisco de Asís o por la reina. Ni se les pasaría por la cabeza. Éste es el problema. Esperábamos una exposición de artistas mujeres y nos hemos encontrado con una exposición de mujeres, y sólo en una pequeña parte de su relato.

Feminización del espacio público

Es cierto que la profesionalización de las artistas durante los siglos XIX y XX fue un fenómeno complicado y salpicado de baches. No hay más que ver la escandalosa situación que tuvo que vivir doña Emilia Pardo Bazán, escritora que daba sopas con honda a la mayor parte de sus compañeros de generación pero a la que se le negó un papel predominante y de representación en la RAE. Pero lo que también es cierto es que resulta imposible analizar la modernización sufrida por nuestro país a principios de siglo XX si excluimos de su análisis y de su imaginario el papel que supuso la lenta pero real feminización del espacio público así como la profesionalización de todas aquellas artistas que la historia ha dejado sepultadas en los márgenes.

Respetando por supuesto las buenas intenciones y discurso del comisario de esta exposición, esta era la muestra pertinente a mi entender, la que hacía y hace falta. Un proyecto en el que las nuevas generaciones de ciudadanas se puedan ver reflejadas al ponerse en evidencia que otra historia del arte es posible, que todas aquellas artistas situadas en los márgenes tienen un nuevo lugar en la historia que se estudia en los colegios, las enseñanzas medias o las universidades. El catálogo de Invitadas redunda en el conocimiento académico, sin duda, pero donde hay que normalizar la presencia de las mujeres en la esfera pública es allí donde van los públicos, es decir, en la exposición.

Mayor compromiso económico

Para ello era imprescindible trabajar en clave positiva. Desde luego lo tenía muy difícil el comisario de Invitadas si la muestra debía por fuerza alimentarse de los fondos del Museo del Prado. Esta decisión, más allá del discurso onanista que a veces se aprecia en algunos de sus proyectos, ha abaratado mucho una muestra que debía haber sido, como pregonaba el Sr. Falomir, una «apuesta ambiciosa». Pero para esto se hubiera precisado de un mayor compromiso económico que debería haber empezado, además, por su política de adquisiciones. El Museo del Prado fue el garante de uno de los cánones más conservadores de la historia del arte español durante más de un siglo; su ligazón con la Academia de San Fernando, pero también con las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes, urdió un compacto sistema de relaciones de poder que marcaba el gusto institucional, pero también la formación artística, sistema que ha estudiado Eugenia Afinoguénova en algunas de sus investigaciones (esta brillante profesora tiene de hecho una aportación en el catálogo de la muestra). Por ello, y teniendo en cuenta que las mujeres se situaban en los bordes institucionales y que en muchas ocasiones tenían que acogerse a otras formas de participar e intervenir en la escena artística, resulta imposible encontrar sus huellas en el museo que precisamente refleja su marginalidad.

Una de las lagunas más colosales de este proyecto radica en la escasa representación de creadoras que trabajaron entre finales de 1800 y 1931

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Insisto. Que el museo haya tenido que tirar para Invitadas de sus depósitos -visibles gracias al trabajo que la propia área del siglo XIX llevó a cabo hace unos años en la ardua catalogación de todos sus fondos- limitaba su éxito de partida. Esto se agrava porque la organización estatal de colecciones utiliza la fecha de 1881 -año del nacimiento de Pablo Picasso- como frontera entre los fondos que van a parar a El Prado y los que atesora el Museo Reina Sofía. Por ello, precisamente una de las lagunas más colosales de este proyecto radica en la escasa representación de artistas mujeres que trabajaron entre finales del ochocientos y 1931. Que sólo haya un cuadro en la exposición de Lluïsa Vidal o de María Röesset, y ninguna fotografía de Eulalia Aibatua, ninguna pintura de María Blanchard, Maruja Mallo o de Ángeles Santos, o diseño de Manuela Ballester, por ejemplo, ilustran mi argumento. Estas artistas que ya no se situaban en los márgenes sino que buscaban una posición de centralidad en el tablero artístico de la época, sólo se muestran parcialmente en el catálogo, pero no en la exposición. Y ahí es donde mi estupefacción crece.

La exposición hace prácticamente caso omiso a la modernización de los lenguajes artísticos en España, precisamente en el ámbito donde estas importantísimas creadoras hicieron relevantes aportaciones. Sin duda, un cuadro como La tertulia, de Ángeles Santos (1929, MNCARS), en el que un grupo de mujeres jóvenes, leen, fuman o conversan relajadas, y que incomprensiblemente no está expuesto en Invitadas, reflejaría a la perfección la emancipación de las españolas en los años 20; una pieza que acompaña las demandas de derechos de nuestras abuelas y bisabuelas y que contrasta ferozmente con el voyerismo que despierta la femme fatale de Falenas (1920), esa pintura que, como he indicado, parece haber atraído tanto al Área de Comunicación del Museo del Prado como para convertirlo en imagen y marca del proyecto. Y es que, el lugar de la enunciación sí que importa.

Invitadas, además de ser una oportunidad perdida, va a suponer que el Museo del Prado aparente haber hecho ya los deberes en este sentido. No creo, aunque me encantaría estar equivocada, que vaya abordar este tema en los próximos años a partir de otra perspectiva. Muchos colegas con los que he estado hablando en estas dos últimas semanas opinaban que criticar esta exposición era tirarnos piedras sobre nuestro propio tejado, que para una vez que el Prado se abría hacia otro tipo de discursos, era mejor dejarlo estar. Pero creo que la crítica bien argumentada resulta imprescindible para que entendamos dónde nos encontramos. Qué tipo de sociedad somos. Además de ser un sano ejemplo de democracia y libertad.

Dentro de 20 años se hablará de esta exposición sobre todo por la repercusión social y crítica que la misma ha tenido -un hito en la historia del Museo del Prado, que no está en absoluto acostumbrado a recibir feedbacks de cariz político. Un regalo que creo que hay agradecer de forma indirecta a esta institución, aunque este no fuera su propósito.

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