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El silencio

La que quizá sea la última novela de Don DeLillo

Don DeLillo.

En Cero K, su anterior novela, Don DeLillo regresaba a uno de sus temas capitales, la oposición entre naturaleza y tecnología. Lo hacía desde una perspectiva ampliada, coherente con el desarrollo de su obra y con los tiempos históricos, en deuda con lo que parte de la comunidad científica ha consentido en denominar Antropoceno. En realidad, venía a decir el escritor del Bronx en aquella indagación acerca de los límites del trashumanismo que era Cero K, ya no cabe hablar de antagonismo entre naturaleza y tecnología, sino que debemos contemplar la tecnología como una fuerza natural añadida, cuyo dominio no sólo se ha independizado de su creador sino que ha obligado a una recalificación del Homo sapiens como Homo tecnologicus.

La última ficción de DeLillo, El silencio, podría parecer por su brevedad una apostilla a Cero K, pero es una apostilla decisiva, pues introduce un sesgo inquietante y acaso premonitorio dentro de una concepción escéptica del progreso. Lo que DeLillo plantea en esta fábula de carácter teatral, que recuerda a su mayor logro en este campo, la espléndida Valparaíso, es qué sobrevive de la identidad humana cuando dicha identidad se ve obligada a renunciar a los aspectos tecnológicos que la definen desde 1912 hasta hoy. Qué sucedería si el acervo tecnológico que media entre esas dos fechas, entre el primer manuscrito en que Einstein especula acerca de la teoría de la relatividad y el año en que hemos sido capaces de fotografiar agujeros negros, se cancelara, invirtiera la dirección de su flecha, desactivara sus poderes. Qué pasaría, en definitiva, si tuviéramos que regresar a una época pretecnológica, contenida en ese hallazgo que encierra la portada de la novela en su edición española, donde un teléfono móvil se convierte en parte de un hacha para componer una manifestación de ready-made.

El silencio

La coartada para introducir dicha reflexión es un apagón digital que oscurece nuestro mundo y su comprensión. Los sistemas de navegación de la aviación comercial colapsan; las retransmisiones publicitarias se desvanecen; las calles se convierten en túneles donde acechan animales amenazados por su propio miedo. De pronto, en la era de una más que plausible colonización del espacio, un fallo global nos retrotrae a la cueva primigenia. Frente al fracaso de las réplicas, asoma el temblor original. El calor de las calefacciones huye de las casas; los alimentos se pudren en los frigoríficos; las pantallas se vacían de simulacros y reflejan los rostros estúpidos de los espectadores.

Hay un momento excepcional al comienzo de la novela, cuando una mujer llamada Tessa Berens recuerda el nombre de un científico del siglo XVIII sin apelar a un tesauro electrónico ni a una memoria prestada. Un momento tras el que el personaje dice lo siguiente: «Cada vez que un dato olvidado emerge sin asistencia digital, lo anuncias a los demás mientras miras a lo lejos, hacia ese otro mundo donde vive lo que se conocía y se perdió». Ese mundo al que un día no muy lejano quizá nos veamos obligados a regresar.

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