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El sastre de las mariposas

La muerte se lleva en medio de su plenitud a la poeta Guadalupe Grande, hija de Paca Aguirre y Félix Grande

Guadalupe Grande y Paca Aguirre, en Alicante, donde asistieron a las Feria del libro 2019.

«Cavalo Morto es un lugar que existe en un poema de Lêdo Ivo.

En Cavalo Morto, cuando muere un caballo se llama a Lêdo Ivo para que lo resucite, cuando muere un evangelista se llama a Lêdo Ivo para que lo resucite, cuando muere Lêdo Ivo llaman al sastre de las mariposas para que lo resucite...».

Hace tres noches, pocas horas después de recibir la noticia de que Guadalupe Grande Aguirre acababa de fallecer en el Hospital Clínico de Madrid, los versos del poema Cavalo Morto, de Juan Carlos Mestre, se cosieron a mi pensamiento como una obsesión. Las pocas horas que dormí me devolvían a ella, a sus ojos, a las noches de largas conversaciones en las que había un involuntario propósito de eludir la soledad, de ignorarla, de compartirla acaso. Una simple llamada activaba el mecanismo del afecto, del deleite de escuchar, de sentir, desde la distancia, que caminábamos en la misma dirección o que avanzábamos, sin perder el paso, en sentido contrario a los demás. Y este modo de acercamiento se había hecho más frecuente, más intenso, con el tiempo y con las circunstancias. Con la muerte de Félix Grande, su padre, en 2014, mis encuentros con ella y con su madre, la escritora Paca Aguirre, se multiplicaron como una necesidad. Nunca sabré bien si la estela que me guiaba era la literaria, la humana o la confluencia de las dos..., pero el comienzo se remonta, estoy seguro, al menos, a veinte años atrás.

De todos esos mundos que te regala la amistad en su sentido pleno, recuerdo, con una magia especial, la vivienda madrileña de la familia Grande-Aguirre. Hace al menos dos décadas que el cariño y la curiosidad me llevó hasta allí, hasta el número 8 de la calle Alenza. El calor que desprendía el abrazo de Félix al llegar, el beso tierno de Paca o la balsámica mirada de Lupe eran solo el preludio de un viaje sin tiempo, sin conciencia de las horas. Aquella era la casa de las paredes forradas de sabiduría. Un pasillo infinito, enladrillado de libros, del suelo a las alturas, te recibía al entrar. Pero los libros se extendían por los dormitorios, por las salas, por los espacios más insospechados como una plaga feliz. El salón, sin embargo, estaba consagrado al abuelo, a don Lorenzo Aguirre, a sus cuadros y a su larga memoria. Nunca salía de aquel hogar sin sentirme mejor con la vida y peor con el mundo y sus secuaces. No me iba de ese piso sin las salpicaduras de aquellas charlas infinitas sobre poesía, sobre poetas, pero también sobre nuestra postura moral ante lo vergonzante, sobre esa mirada crítica presente y necesaria.

Los años no sirvieron sino para acercarme más a ellos. He conocido a pocos seres de esa naturaleza, tan necesarios, tan imprescindibles para hacer de esta vida un lugar menos indecente y más justo. El adiós de Félix Grande hace seis años le impidió disfrutar del ancho reconocimiento que su esposa recibiría poco después de su despedida, muy especialmente en 2018, cuando el Ministerio de Cultura le concedía el Premio Nacional de las Letras Españolas, o en 2019, durante la Feria del Libro de Alicante, asistiendo al mayor homenaje que podía soñar en su propia tierra, en la ciudad de su infancia. Ninguno llegaríamos a imaginar que apenas unas semanas después, Francisca Aguirre nos dejaría también, aunque el paisaje de su memoria, como la de Félix, quedaba a buen recaudo en la hija de todos los deseos, en Guadalupe, la heredara de un linaje de poetas humanistas, comprometidos con la vida hasta el dolor, con los que padecieron la historia, no con aquellos que la hicieron.

El desgarro viene cuando un zarpazo brutal, inesperado, nos arranca también a alguien como ella en medio de su plenitud, cuando la muerte nos la arrebata sin el menor aviso y se lleva por delante sus cincuenta y cinco años, la paz de sus manos y mucho por hacer, por escribir, por contar de su inmenso mundo interior. La poesía, la literatura, la música y la pintura eran sus mejores y grandes compañeros de viaje. Sus poemas, reflexivos, deliciosamente irracionales, de una inquietante serenidad, estaban a la altura de su rostro erguido, de la dignidad de su alma; sus ensayos también, su pensamiento estético, sus preferencias cívicas y éticas, sus trabajos sobre Concha Méndez, Luis Rosales, Juan Rulfo, Carlos Edmundo de Ory, César Vallejo, Sylvia Plath o el poeta brasileño Lêdo Ivo, a quien tradujo, junto a Mestre, en una antología inolvidable titulada La aldea de sal.

Precisamente, ahora mismo me gustaría llamar al sastre de las mariposas para que la resucite, para que vuelva a ponerse al otro lado del teléfono, como tantas noches. Me gustaría hacer míos estos versos que ella misma escribió en su primer libro: Está bien, no lloremos más, / la tarde aún cae despacio. / Demos el último paseo / de esta desdichada esperanza. Me gustaría decirle que no está sola, que nunca estuvo sola, y que antes de dormir, de apagar la luz, sentiré su voz de nuevo susurrándome al oído palabras como lluvia, tiempo, escarcha, padre, memoria... Solo eso.

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