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De un Baudelaire a otro

El autor de Las flores del mal inició la saludable operación de desmitificar al poeta como oficiante de una nueva liturgia

Charles Baudelaire pintado por Courbet en 1847.

Hay quien abre al azar Las flores del mal y lee la página que aparece ante sus ojos confiado en que Baudelaire le va a transmitir un mensaje poético indiscutible. No es exactamente la actitud del que adora a un texto sagrado, pero algo se le parece. Hace más de un siglo, ya señalaba Laforgue que Baudelaire había sido el primero en provocar la creación de «iglesias-ca- marillas». Pero también había iniciado la saludable operación de desmitificar al poeta que, en alguna veta del romanticismo, se había engolado como el oficiante de una nueva liturgia.

Como si fuera un adepto, he abierto «sin mirar» el libro básico de la poesía baudeleriana y me he encontrado ante el soneto La mort des amants (La muerte de los amantes). Leído en voz alta, incluso en un francés entorpecido por la escasa práctica, me suena acariciante, casi demasiado agradable, con su ritmo bimembre (cinco más cinco) de andadura grácil: Nous aurons des lits pleins d’odeurs lé- gères, / des divans profonds com- me des tombeaux («Tendremos lechos impregnados de olores suaves, / y divanes hondos como tumbas»). Las tumbas ya hacen honor al Baudelaire más notorio, pero los olores frescos y los divanes mullidos nos están hablando de una muerte casi tolerable. Ya en los tercetos nos pa- rece estar leyendo a Ronsard: Nous échancherons un éclaire unique, / Comme un long sanglot, tout chargé d’adieux («Intercambiaremos un resplandor único, / como un largo lamento cargado de adioses»). Muy cerca de estos versos está ya Verlaine con su musicalidad prioritaria. ¿Y qué tienen en común el sonriente ángel luminoso que aparece al final del poema y Satán, «el rey de las cosas subterráneas», deificado páginas atrás?

Las flores del mal no es un libro tan homogéneo y coherente como su autor afirmaba. La mort des amants es un precioso poema de juventud, escrito cuando Baudelaire no había desarrollado aún los temas obsesivos que plasmaría años después en versos nada complacientes, sino convulsos, aunque sin dejar de ser cautivadores. Contrasta con ese casi madrigal la serie de sonetos titulada Un fantôme, que marca el final trágico de su amor por Jeanne Duval con expresiones fulminantes y ásperas. Ahora el verso también decasílabo abandona aquel equilibrio de la cesura, y los amantes se enfrentan a la Enfermedad y a la Muerte, con mayúsculas, sin hacerse ilusiones: sólo la supuesta supervivencia del arte alivia el tormento del poeta que «hace hervir y devora su propio corazón».

No es la única contradicción de este libro fascinante. En él nos habla un admirador que quisiera despertar, ya que no el amor, al menos la piedad de Madame Sabatier (Réversibilité), un pretendiente rabioso que extrema el erotismo lírico para seducir a Marie Daubrun (pero sólo nos seduce a sus lectores: Le beau navire), o un virtuoso de la versificación que desarrolla los temas ya familiares al romanticismo para darles un timbre exclusivamente suyo: la soledad ante el universo impasible, el mal que insiste en ser consubstancial a la naturaleza humana, el amor como nido de víboras. Todo es lícito al poeta con tal de escribir un buen poema.

Más desconcertante es encontrarle gestos moralistas a Baudelaire. En Le crépuscule du soir («El crepúsculo vespertino»), el poeta que había cantado a los pobres marginados (los traperos, las viejecitas solas) se ensaña con los protagonistas de las noches ciudadanas –prostitutas, ladrones– y compara su vida miserable con la del burgués que se sienta plácidamente ante su chimenea, «junto a un alma amiga». Los dos últimos versos parecen admonitorios: Encore la plupart n’ont-il jamais connu / la douceur du foyer («La mayoría ni siquiera ha conocido nunca / la dulzura hogareña»). Incluso cuando parece identificarse con los personajes patéticos de Le jeu (El juego), Baudelaire habla como si perteneciera a cierta aristocracia del sufrimiento, y se sorprende envidiando por un momento a quienes patalean entre el dolor y el infierno, él que se considera elevado a la categoría radical de la muerte y la nada.

No le achaquemos que administrara en beneficio (escandaloso) propio los poemas que podrían prohibirle, que finalizara el segundo poema titulado Femmes damnées («Mujeres malditas») con cinco estrofas incriminatorias o que redactara una nota de introducción a las piezas blasfemas de La révolte («La rebelión») para adjudicarse una profesión de fe veladamente cristiana para no ofender demasiado a quien leyera las negaciones de San Pedro o a las letanías de Satán. Algo consiguió: le denunciaron trece poemas y solo le condenaron seis, que pronto fueron muy solicitados por los lectores. Pero ¿y las numerosas sátiras que escribió para ridiculizar a los belgas en venganza por no haberle concedido el éxito que esperaba obtener en Bruselas, ya que en París se le negaba? Por suerte, esa broma de mal gusto quedaba fuera de Las flores del mal.

Pero, si hubiera observado con generosidad la poesía de los jóvenes –entre ellos, Mallarmé–, habría descubierto que empezaban a admirarlo como a un maestro. Ya eran conocidos sus mejores poemas, los que se aferran al tiempo que pasa y lo des- garran para extraerle el extraño mineral de la existencia a la vez absurda (Spleen) y exaltada (Idéal). La penetración en el detalle efímero fue el descubrimiento exigente que Baudelaire dejó en herencia tanto a su posteridad inmediata como a la de dos siglos después. En palabas de Roberto Calasso, aquella hazaña fue «no la leyenda de los siglos (Hugo), sino la del instante».

Con esa fruición se degustan los fulgurantes Harmonie du soir («Armonía del atardecer»), Chant d’automne («Canto de otoño»), A une passante («A una que pasa»), los ambiciosos La Fontaine de sang («La fuente de sangre»), Le cygne («El cisne») o Le voyage («El viaje»), la pieza estremecedora que comienza La servante à grand coeur (La criada bondadosa), y hasta algunas otras sólo en apariencia intrascendentes: véase el apunte sin título que empieza Je n’ai pas oublié («No he olvidado»), evocación nítida de la casa donde vivió feliz una breve temporada de su niñez junto a su madre.

A la lectura no le sienta bien ser creyente; pero le satisface reconocerse adicta.

Pedro Provencio, poeta y ensayista, tradujo Las flores del mal en 2012 para a editorial Edaf.

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