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Arte y Letras

El centenario detenido

Rafael Azuar, convaleciente, en el sanatorio de Torremanzanas. | INFORMACIÓN

Uno de los momentos literarios más satisfactorios de Rafael Azuar (Elche 1921-Alicante 2002) lo vivió en la intimidad. Fue el día en que recibió, en 1970, una carta del escritor catalán Josep Pla agradeciéndole el envío de la novela corta Modorra, con la que el autor ilicitano había obtenido el Premio Café Gijón tres años antes. La misiva no se limitaba a una respuesta de gratitud y mera cortesía. Pla transmitía juicios de valor sobre la obra, y lo hacía con parabienes manuscritos sobre una hoja alargada y vertical de papel muy fino. Entre sus elogios vertía líneas que reconocían los aciertos técnicos de su corresponsal: «He leído su libro, que me ha parecido muy bueno. Es un libro que si se lee lentamente es de gran categoría y de mucha profundidad, con una gran cantidad de problemas literarios resueltos».

La novela reconstruía la vida cotidiana en un pueblo de los años sesenta. Con prosa cuidada y tono lírico en buena parte de sus páginas, en ella apenas ocurría nada que fuera capaz de romper la monotonía de un ambiente rural, del que algún personaje deseaba escapar mientras el resto estaba plenamente integrado en las costumbres y preocupaciones locales. No se mencionaba el nombre del lugar, pero Azuar reconoció veinte años después que se basó en Salinas, tras una estancia allí de diez días.

En cierto modo, su historia no disentía del realismo social que se desarrollaba en la novela española en las décadas de los años cincuenta y sesenta, tanto con obras de escenario urbano como rural. Desde Cela a Delibes, desde Sánchez Ferlosio a Juan García Hortelano, por citar solo algunos de los nombres, el retrato social de la España del franquismo, el de las ciudades y los pueblos, el de las clases sociales, el de la burguesía urbana y el mundo campesino, solía quedar reflejado en algunas novelas como un modo de convivir con la censura, sorteándola a veces con historias descarnadas de sus personajes y otras con argumentos sutiles amparados con las habilidades verbales de la literatura. La alusión política no era directa, incluso en ocasiones parecía condescendiente y comprensiva para salvar la publicación, pero el retrato de personajes, algunos diálogos o sus relaciones en distintos contextos nos proporcionan hoy una valiosa información de la sociedad de entonces.

Vi la carta de Pla en la casa de Azuar del barrio de San Blas de Alicante, enfrente de donde estuvo un viejo cementerio cuya demolición por cierto le inspiró otra novela corta en los años setenta -Crónicas del tiempo de la monda- y en cuyo lugar se levantó una iglesia moderna. La vi a mediados de los años ochenta. Me la mostró y tuve ocasión de sostenerla con delicadeza, haciendo pinza con el pulgar e índice de cada mano, como si sujetara un pergamino desplegado, solo que en esta ocasión la hoja era bastante más pequeña y su finura se debía a que se trataba de una especie de papel cebolla, con el gramaje justo para absorber en una sola cara la tinta de una caligrafía entendible. Azuar, que siempre sintió predilección por esta carta, había dado a conocer poco antes un fragmento en su libro Primera antología (1938-1980), publicado en 1982. «La transposición visual de la realidad al lector pasando por su pluma está siempre admirablemente resuelta», añadía Pla.

Tuve la oportunidad de reencontrarme con este mismo documento treinta y cinco años después como director del IAC Juan Gil-Albert, al recibir en la entidad durante el primer trimestre de 2019 el archivo del escritor y los casi tres mil volúmenes de su biblioteca por deseo de seis hijos -Gemma, María Jesús, Pilar, Julio, Rafael y César-, que acordaron donarlo para que su legado literario pasara a dominio público.

Azuar, a la derecha, con otros escritores, entre ellos Ernesto Contreras, Vicente Ramós y Manuel Molina.

Efeméride olvidada

Con aquel pretexto se iniciaron unos meses de recuperación de su memoria tras un olvido prolongado y casi se diría que definitivo desde su fallecimiento en 2002. En 2019 se convocó de inmediato una ayuda de investigación, el Ayuntamiento de Salinas realizó una reedición de Modorra, se inventarió el archivo y se organizaron unas jornadas de tres días que suscitaron una nueva aproximación a su poesía, novelística y hasta a sus relaciones con pintores que ilustraron portadas de sus libros. Incluso se digitalizaron obras suyas editadas en su día por el IAC Juan Gil-Albert y su precedente el Instituto de Estudios Alicantinos, colgándose en abierto en el portal propio que presentó entonces el organismo de la Diputación de Alicante tras suscribir un convenio con la Fundación Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. En pocos meses se habló de su figura y parecía que se iniciaba un programa de recuperación se su obra, sobre todo porque se reiteraba en las distintas intervenciones públicas que dos años después iba a ser el centenario de su nacimiento.

Sin embargo, a estas alturas de 2021 ya podemos decir que la efeméride es un evento detenido, casi inexistente. Salvo el anuncio que se hizo a principios de año de que el Ayuntamiento de Alicante iba a dedicarle una calle, no se ha manifestado en público ninguna otra iniciativa, aunque sí parece que el actual IAC Juan Gil-Albert llevará a cabo la edición de Poesía reunida preparada por el filólogo Manuel Valero, resultado del proyecto al que se concedió la ayuda de investigación convocada hace dos años.

Rafael Azuar combinó la actividad literaria con su profesión de maestro.

El primer mes de 2021 era el más propicio para haber presentado un programa conjunto, dado que el centenario se cumplía con exactitud al haber nacido Azuar en una partida rural de Elche el 14 de enero de 1921, en cuya escuela estaba destinado su padre como maestro. Vivió poco allí porque pronto la familia, siguiendo el itinerario profesional del padre, se trasladó a Monóvar. Rafael Azuar seguiría después los mismos pasos como profesional y sería también maestro, pasando por distintos pueblos y desarrollando finalmente su actividad en Alicante, donde residió la mayor parte de su vida y participó en no pocas iniciativas culturales: desde las iniciales publicaciones en revistas literarias, tanto de prosas como de poemas, a la escritura posterior de libros y colaboraciones en prensa escrita y radio.

Unido al grupo de autores que conformaron Vicente Ramos, Manuel Molina, Vicente Mojica, Miguel Signes y otros, se convirtió en uno de los protagonistas culturales locales en unas décadas en que Alicante no tenía todavía Universidad y la acción cultural pasaba por las Cajas de Ahorro, la Diputación o ciertos ayuntamientos. La dependencia cultural era por tanto institucional, con mínima o casi nula profesionalización, lo que forzaba prácticamente a todos sus protagonistas a compartir sus trabajos con sus producciones literarias, alejados de los verdaderos ejes culturales de Madrid o Barcelona.

Visto a distancia, el caso de Modorra aporta cierta curiosidad porque, aparte de ser su obra predilecta, significó un punto de inflexión en sus aspiraciones. Cuando ganó en 1967 el Premio Café Gijón con esta obra, el galardón era el más prestigioso en el género de la novela corta, nacido como complemento a los premios importantes que ya se otorgaban en novela larga, especialmente el Nadal y el Planeta. El Café Gijón lo habían ganado autores como César González Ruano, Ana María Matute o Carmen Martín Gaite. Cuando lo obtuvo Azuar, su dotación no era espectacular –15.000 pesetas–, pero tenía un buen reconocimiento y se garantizaba la publicación en primicia y por entregas en la revista Garbo. Con todo, ese fue el motivo por el que Azuar buscó que se editase en libro tres años después, en 1970, algo que solo pudo conseguir en su tierra al contar con una ayudad del Instituto de Estudios Alicantinos.

Y ese fue el punto de inflexión. Hasta la obtención del Café Gijón, Azuar buscaba su lugar en la literatura nacional, con títulos publicados en editoriales y colecciones conocidas. A partir de entonces, en cambio, su producción solo apareció en Alicante, fuera del ámbito literario estatal y de la distribución más amplia de sus obras.

El maestro observador

Su paso como maestro joven durante cinco años por un pequeño pueblo de la comarca tarraconense del Priorato, Vilella Alta, le había proporcionado primeramente tranquilidad para escribir, ajeno a las distracciones de las ciudades, y una toma de contacto con una vida rural que no dudó en trasladar a los argumentos de sus dos primeras novelas. Esa estancia es la que explica también que la publicación de su libro Poemas, con veintinueve años, tuviera por sede Tarragona en 1950. Carmen Conde, en el prólogo, calificaba aquellos versos de jóvenes, «muy jóvenes, a veces, demasiado jóvenes». Lo llamativo es que al descubrir en Azuar una obra que todavía estaba por venir, deseaba que esta adquiriese otro bagaje. «Quizá en un libro próximo, el autor venga con más carga de actualidad, más enterado de su tiempo». Esto que Carmen Conde se lo apuntaba posiblemente para su poesía futura lo verificó Azuar en cambio en sus novelas, donde su tiempo -su actualidad- sí estuvo presente.

Los años como maestro en Vilella Alta le proporcionaron el escenario de Teresa Ferrer y Los zarzales. La primera fue una novela corta que consiguió que fuera publicada en la colección La Novela del Sábado, con más de cincuenta títulos entonces y que llegó a superar los cien. La colección tenía buena recepción en los años 1953-1955. Con esta novela de pasiones humanas y vivencias de la protagonista en el mundo cerrado de un pueblo de cuyos rigores deseaba huir, Azuar fue finalista del concurso que convocó la colección en 1954. Aparecer en ella suponía compartir catálogo con autores como Torrente Ballester, Evaristo Acevedo, Elena Quiroga, César González Ruano, Ana María Matute, Carmen Laforet, Josefina Carabias, Eduardo Marquina, Azorín, Ignacio Aldecoa, Carmen Laforet o Jacinto Benavente.

Los zarzales, donde Vilella Alta recibía el nombre de Veneitxa, acreditaba por su lado una historia peculiar del texto. En su versión primera se tituló Un aire de amor envenenado y recibió el tercer premio de la revista Ateneo de Madrid, pero quedó inédita. Tenía ciento cincuenta folios manuscritos y posteriormente Azuar la amplió con cincuenta más convirtiéndola en Los zarzales y presentándola al Premio Planeta en 1958. Cuando vio en prensa que era una de las finalistas y recibía, en una noticia divulgada por la editorial, la mayor puntuación de estilo, sintió la necesidad de escribirle al editor José Manuel Lara para confesarle que la novela ya había recibido un premio, aunque no estaba publicada. El arranque de honestidad tuvo una consecuencia no deseada: la editorial la retiró del repertorio de finalistas y Azuar acabaría publicándola el año siguiente en la editorial Aitana de Valencia.

La línea de historias rurales la siguió en los años sesenta con Llanuras del Júcar (1965), para cuya elaboración se instaló una temporada en Fuensanta (Albacete). Apareció en otra marca distinguida entonces, Editora Nacional, en una colección en la que también editaron Torrente Ballester, Concha Espina o Wenceslao Fernández Flórez. De nuevo las pasiones humanas, dinerarias, de deseo sexual- y la vida difícil de quienes compartían espacios en el campo y en el pueblo, aquí llamado El Robledal, se enfrentaban a resultados en algunos casos adversos para ellos.

Modorra contenía otro tono y escenificaba unas relaciones rurales más apacibles, como mucho de frustraciones interiores pero sin un entorno agresivo exteriormente. Su argumento estaba más centrado en la resignación a la actividad cotidiana del pueblo y sus personajes, aunque no faltaban aspiraciones individuales de buscar otra suerte en la ciudad. No solo recibió los elogios de Josep Pla, el libro tuvo también una buena recepción crítica. Antonio Iglesias en La Estafeta Literaria, tras reconocer su «notable» concisión expositiva y «su madurez de lenguaje», consideró al autor «un raro de la literatura española a quien algún día se le valorará como es debido».

Lo extraño es que, después de esta obra, Azuar ya no siguiera explorando su proyección literaria en el ámbito nacional y el resto de su actividad se concentrara en el mundo editorial de Alicante: menos prometedor, de distribución institucional y difusión local, cerrándose sus intentos de alcanzar una continuidad y posible consolidación en el mercado nacional.

Con todo, su producción desde los años setenta fue amplia en títulos, manteniendo la combinación de géneros: fue accésit al Premio Gabriel Sijé 1978 de novela corta con Crónicas del tiempo de la monda, cultivó la narrativa breve, la poesía, el ensayo, los artículos periodísticos. Como ensayista y articulista la literatura era su inspiración, su tema. Y aunque sintió una atracción enorme por la poesía concibiendo versos de gran sencillez y elegancia, su experiencia como novelista seguía pesando y le abrió un interés reflexivo. No en vano, sus libros principales de ensayo fueron El diálogo y los personajes en la novela (1970) y Teoría del personaje literario y otros estudios sobre la novela (1987), el segundo como reelaboración ampliada del primero. En uno de sus artículos en prensa fijó la seducción creativa que le aportaba la literatura: «Escribir no es solamente relatar lo que se ve o se siente. Escribir es dar latido y curso a una vida que no se conoce».

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