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El olvidado policial suizo

El escritor suizo Friedrich Dürremant.

Si visitan Suiza, no dejen de ir hasta Neuchâtel, una pequeña ciudad a 52 kilómetros de Berna y a orillas del lago que lleva su nombre. En ella, en la parte alta, en Pertuis-du-Sault 74, encontrarán el Centre Dürrenmatt, donde conocerán la obra literaria y pictórica de Friedrich Dürrenmatt (1921-1990). Esa edificación fue su casa hasta su muerte. Después, por mandato del Gobierno suizo, el arquitecto Mario Botta la rediseñó hasta convertirla en el actual museo. Dürrenmatt es un gran desconocido en nuestra tierra, pese a que en las universidades españolas se han realizado tesis doctorales sobre su literatura, su filosofía y su pintura, entre las que destacaría Cosmovisión y literatura en Friedrich Dürrenmatt, de Esperanza San León (UAM, 2015).

Nacido en un pueblecito del cantón de Berna, se mudó a la capital con 14 años, donde realizó sus estudios hasta llegar a su tesis doctoral sobre Soren Kierkegaard, que no llegaría a terminar. A partir de ahí comenzó su producción pictórica y literaria en lengua alemana. Fue un hombre polifacético, gran dramaturgo, y además escribió piezas para la radio y televisión, ensayos literarios, filosóficos y novelas. Su fama internacional le llegó a finales de los años 50 del pasado siglo y se extendió a toda la década siguiente. De esa época son sus destacadas tragicomedias La visita de la vieja dama (1956) y Los físicos (1961). Su opereta Frank V (1959) se estrenó en Madrid en 1989, producida por Mario Gas y con traducción de Feliu Formosa, y al estreno asistió el propio Dürrenmatt.

En esta opereta se vislumbra el retrato que realiza de la sociedad capitalista, su ataque al vínculo entre el poder y la corrupción y a los cimientos de la moral pequeñoburguesa, todo en un diagnóstico insobornable de la realidad. Fue galardonado con el Premio de la Crítica de Teatro de New York (1959), el Premio Schiller (1960 y 1986), el Premio de Literatura Europea por el Gobierno austriaco (1983), el Premio Büchner (1986) y el Premio Ernst Robert Curtius (1989).

Ahora, al cumplirse el centenario de su nacimiento (concretamente el pasado 5 de enero), se recuperan en español dos de sus primeras novelas policiacas, El juez y su verdugo (1950) y La sospecha (1951). En la primera nos presentó al comisario Hans Bärlach, una suerte de viejo gruñón al que solo le preocupa que su salud le permita vivir un año más. A lo que se une que está harto de todo lo que le rodea. Estas son algunas de sus máximas: «los periódicos son lo más superfluo que se ha inventado en los últimos dos mil años» (p. 13); «la criminalística está en pañales en Suiza» (p. 18); «no le gustan los muertos […], las actas, menos» (p. 28); «filósofo, un hombre que piensa mucho y no hace nada» (p. 61); «los suizos no tienen la menor educación, no son gente de mundo, no hay en ellos vestigio alguno de una forma de pensar europea» (p. 68). Esta última afirmación se une a la definición que ofreció de su patria: «Suiza tiene algo grotesco en su carácter, sus intentos de constante neutralidad se parecen a los de una virgen ganándose la vida en un burdel que pretende, además, permanecer casta». Sin embargo, su comisario Bärlach «no cierra la puerta de casa ni cuando sale ni cuando entra» (p. 36), suprema metáfora de la verdadera seguridad ciudadana. De esta forma, este pintoresco comisario ha de investigar el asesinato de un policía, bajo la supervisión del juez instructor de la causa, Lucius Lutz, otro personaje inseparable en las aventuras policiales creadas por Dürrenmatt.

En la segunda novela, La sospecha, ambos, comisario y juez, emprenden una investigación, a partir de una sospecha, que los llevará a una suposición a la que, según ellos, es obligatorio seguirle la pista. De esta forma, la trama se inicia en un hospital donde el achacoso comisario espera ser operado y cree reconocer en uno de los médicos a un SS destinado en el campo de concentración de Stutthof.

Sin embargo, todas las evidencias apuntan a que es un decente doctor que ha llegado desde Chile. A partir de ahí sigue la pista porque «un criminalista tiene el deber de cuestionar la realidad» (p. 79). Al final nos quedamos con dos de sus sentencias: la primera, que la Tierra es una gasolinera en la que no está prohibido fumar; y la segunda, que le acerca a Thomas Hobbes, pues «el miedo que los hombres nos tenemos unos a los otros nos lleva a crear Estados» (p. 154).

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