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Arte y Letras

Amor entre tumbas

Marilynne Robinson.

Un cementerio es un lugar extraño para enamorarse, pero uno de los atractivos de esta novela de Marilynne Robinson (Sandpoint, Idaho, 1943) es su imprudencia, su coraje, su amor por la contradicción, por lo que no debe extrañar que el amor ocurra entre tumbas. Mala señal, la muerte es su testigo. En esa larga, hermosa escena en la que Jack y Della pasan una noche juntos al pie de los ángeles de piedra, paseándose entre panteones a la luz de la luna, el lector puede percibir sus devaneos, sus tiras y aflojas, sus avances y sus retrasos, como si los diálogos definieran con su vaivén las diferencias que los separan y a la vez la fuerza de su atracción. No solo es que Jack sea blanco y Della negra, y que en el Sant Louis de los 40 un beso interracial les podía costar la cárcel y el descrédito por parte de sus comunidades, sino también que Jack no cree en Dios y Della es devota, y Jack es un mentiroso, un vagabundo, un canalla con tendencia a desaparecer cuando las cosas se ponen feas, y Della es su reverso, una maestra de escuela con bondad y carácter en las venas, la mujer que puede salvarle.

Jack cierra la saga de Gilead, ahora convertida en tetralogía, con Gilead, En casa y Lila, aunque, con Robinson, nadie sabe. Esta novela no debería existir, porque Jack, que ya aparece como personaje secundario en las anteriores, le parecía a Robinson un personaje demasiado alienado para convertirse en protagonista. ¿Cómo narrar desde su conciencia? Robinson puede con Jack. Desde su deslumbrante debut, Vida hogareña, tiene la facultad de trabajar la subjetividad con una precisión y una coherencia asombrosas, sobre todo si los temas que maneja –la posibilidad de redención, la culpa, la predestinación– pertenecen de una forma orgánica y natural a su ideario de escritora calvinista. La paradójica psicología de Jack contrasta y se consolida si la comparamos con la de Della, de una pureza y una verdad abrumadoras. Y la prosa de Robinson sigue teniendo el poder de convertir lo cotidiano en algo trascendente, sin apenas forzar metáforas y adjetivos, con las frases talladas a mano, como iconos religiosos hechos por un artesano dispuesto a dudar de lo divino y lo humano.

Jack puede leerse con independencia de sus tres compañeras de viaje, pero es, en realidad, una precuela. Quien la lea como una catarsis se encontrará con que ya sabe el final, imaginado y escrito en el resto de la saga. Huelga decir que no importa demasiado, como no importa la aparente brusquedad de las elipsis del relato, porque Robinson siempre nos mantiene clavados en el suelo del tiempo. En esos vacíos, anclados en una historia de amor que atraviesa las tormentas perfectas de la indecisión, el engaño y el rechazo social, este crítico tiene la impresión, no obstante, de que la fuerza del cariño empuja a la novela hacia adelante, le da ese aspecto armónico, no exento de rugosidades, que convierte su lectura en una experiencia tan apasionante.

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