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Arte y Letras

Gamoneda, material de resistencia

Antonio Gamoneda, en su despacho, en su casa de León. mar astiárraga

Antonio Gamoneda fue un niño republicano. Nació en el corazón del Oviedo burgués y tricolor, frente a la iglesia de San Juan el Real, un 30 de mayo de 1931. Después vino la orfandad paterna, la marcha a León con una madre «bordadora y asmática». Allí fue un «niño final, nieto de la pobreza», adolescente madrugador y proletario, camarada de los que «sabían gemir», esposo que viajaba en trenes «de campesinos viejos y de mineros jóvenes» para visitar a Ángeles Lanza, maestra en las comarcas del carbón, y padre de Ana, Ángeles y Amelia, a las que advirtió: «No vayáis nunca solas a la carretera del norte».

material de resistencia

Estos son algunos datos de la biografía de un hombre que ahora cumple 90 años, el mismo que escribió «no tengo miedo ni esperanza». En ello sigue, militante en la tarea de alumbrar las esquinas del mal, las tinieblas de la mentira, pero también los parajes de la dignidad, consciente de que «la belleza no es / un lugar donde van / a parar los cobardes». Esa ha sido su manera de sobrevivir, también de resistir.

Pese a permanecer siempre «en la perspectiva de la muerte», Gamoneda no decae. Después de entregar en 2019 los dos tomos de su obra completa, Esta luz (Galaxia Gutenberg), y el segundo volumen de sus memorias, La pobreza (Galaxia Gutenberg, 2020), sigue en el tajo. En turno de noche, «incluso hasta el amanecer», apunta el premio Cervantes. Atrincherado por la pandemia en su casa a la sombra blanca de la catedral de León, ha optado por la laboriosidad, «mi manera de defenderme del sentimiento de reclusión». De esa insistencia en el trabajo han surgido dos libros. «He iniciado un volumen que es y no es de memorias, más bien se trata de un recuento de olvidos». El segundo, «del que llevo unas cien páginas, aunque algunas se quedarán por el camino», tiene titulo provisional, Cancionero de la indiferencia, con el que prosigue su indagación poética.

Un año largo de sitio pandémico que Gamoneda y Angelines vivieron en reclusión, con la única salida al jardín a disfrutar de la sombra del castaño, del árbol de lilas y del laudo cerezo, envenenador de los pájaros más jóvenes. Días también de lecturas: algunas novedades, pero siempre San Juan de la Cruz, García Lorca y César Vallejo. Tres nombres para aliviar «un enclaustramiento propio de los cercos de aquella guerra», afirma, «aunque ahora el enemigo es invisible». No es raro encontrar en su obra versos para este presente: el sufrimiento desconoce los almanaques («También prosperan las agonías», «Cada uno supo que estaba solo y que iba a morir», «Acaso entre tu mirada y mi voz los muertos vibran»…).

Consciente es de que está en primera línea. Han sido muchos los ancianos derribados por la peste, un gerontocidio que también se ha cobrado la vida de compañeros de generación. Sólo este mes de mayo se han ido José Manuel Caballero Bonald, Jesús Hilario Tundidor, Joaquín Benito de Lucas y Francisco Brines. Con el poeta valenciano coincidió en los galardones del Adonáis de 1959: Brines lo hizo con Las Brasas, Gamoneda con Sublevación inmóvil.

Con una biografía de nueve décadas no extraña que tenga anotado: «Siéntate ya a contemplar la muerte». Este verso fue escrito en 1987, cuando contaba 56 años. No fue la primera vez que lo hacía, tampoco la última: un sustantivo constante en la poesía de Gamoneda, desde los poemas iniciales hasta los que hoy mismo teclea en su ordenador en noches de vigilia, toses y tabaco de liar. Sus razones tiene. Huérfano precoz, conoció otras desapariciones, en particular el desfile de cadáveres de la Guerra Civil y la mortandad genocida del franquismo, «que terminó por construir, o tal vez destruir, mi niñez y más que mi niñez, y explica esta vocación de permanecer en la perspectiva de la muerte, de tenerla presente intelectual y sentimentalmente», afirma este hombre perforado por la angustia civil y el duelo íntimo.

Citar la muerte y sus cómplices, impugnar el olvido y asumir la conciencia de que «toda belleza es / un derecho común /[…] fuerza y pan, alimento / y residencia del dolor», han sido las estructuras con las que Gamoneda ha construido a lo largo de más de siete décadas un único texto denso y coherente que le retrata como un hombre cincelado con la materia de la resistencia. «En ella sigo», reconoce en vísperas de ser nonagenario. «Se habrá modificado la situación política que configuró la dictadura, pero perviven formas de dominio que causan sufrimientos y, ahora, en mi vejez, se da de una forma más intensa la toma de conciencia del dolor ajeno».

La Generación del 50 ha pasado por derecho propio y por maniqueísmo ajeno a integrar la mitología literaria. La entronización de ciertos autores y la excomunión de otros –los alejados del canon de acero de la poesía figurativa– lastró la conformación de una mirada más amplia hacia un grupo que obtuvo un lugar al sol pese a la gigante sombra de los maestros del 27. Gamoneda padeció durante años el desinterés, cuando no el desdén, de los batallones del academicismo petrificado. La actitud vital y la condición social contribuyeron a su esquinamiento, también que forjase una escritura de «fuerte peso irracionalista, haciendo suyo un léxico arcaizante y rural», ejecutada con materiales ajenos a las tradiciones más transitadas por sus coetáneos y capaz de acometer una «lectura mítica de lo personal y de lo social», como ha precisado el profesor y poeta Miguel Casado, sin duda el responsable de llevar la obra gamonediana al lugar de justicia que hoy ocupa, con sus estudios en Edad (Cátedra, 1988) y en las dos ediciones de Esta luz (2004, 2019).

También sufrió Gamoneda la penalización de la censura, que exigió retirar una cita de Karl Marx de su Blues castellano, recuperado en 1982 por la editorial gijonesa Noega. Fueron años de clandestinidad, tanto política como poética. Pero en 1975, a las orillas del Porma a su paso por Boñar, surgieron unos versos proféticos («El óxido se posó en mi lengua como el sabor de una desaparición») y allí se cimentó Descripción de la mentira (Provincia, 1977), uno de los textos más poderosos de las letras hispánicas del siglo XX y que algunos críticos sitúan a la altura de Poeta en Nueva York, de Lorca, o de Don de la ebriedad, de Claudio Rodríguez, no sólo por el trasunto, también por su dicción radical y conmovedora. Un título que sentó en el banquillo al franquismo, también a la Transición recién iniciada, y en el que tuvo mucho que ver el lingüista Emilio Alarcos Llorach, al conseguir para el poeta una beca March como ardid para que cesase en su mutismo poético. Después vendrían otros títulos esenciales, aglutinados en las 1.178 páginas de su poesía completa, los tomos memorialísticos, los reconocimientos, galardones...

El Gamoneda nonagenario, instalado en una vejez adelantada («claridad con descanso», la llama), no hinca la rodilla e insiste en cartografiar nuestras agonías con una escritura que capaz de ofrecer consolación personal y fomentar modalidades éticas de insurgencia. Reconoce, lúcido y laborioso, que aún se le hace imposible «resistir la perfección del silencio».

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