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Arte y Letras

Jean Cocteau: El artista de todos los talentos

Jean Cocteau en sus últimos años.

Máximo representante junto a Picasso, Dalí, Duchamp, Man Ray, Luis Buñuel y otros artistas de la época efervescente de las vanguardias de París en los años veinte, uno de los grandes artistas universales de todos los tiempos, poeta, novelista, dramaturgo, cineasta, dibujante, pintor, fotógrafo, ceramísta, ensayísta, critico literario, diseñador… el francés Jean Cocteau (1889 – 1963), creador de una vastísima producción, utiliza en cada una de sus disciplinas artísticas un lenguaje provocador de emociones y deseos que mezcla la realidad con lo oculto, lo que existe de misterioso en la vida y el amor en sus múltiples formas, la fatalidad, la inspiración y la inmortalidad, creando imágenes deslumbrantes que perduran en el tiempo. Todo un mundo transgresor en un discurso lleno de elegancia poética que conecta con la locura de lo fantástico.

François Perrier y Jean Marais en una secuencia de Orfeo.

Aunque no es considerado fotógrafo, ha pasado a la historia como un artista polifacético, es el artista de todos los talentos; su obra se acerca a la fotografía por estar cargada de trascendentales imágenes, inventando composiciones llenas de visiones y narraciones de gran inspiración, creando una serie de obras mitológicas que forman parte de la cultura del siglo XX.

Jean Cocteau en El testamento de Orfeo.

Nacido en una familia de la alta burguesía, su padre, de profesión abogado, se suicidó disparándose una bala en la cabeza cuando Jean tenía diez años; junto a su madre y sus dos hermanos mayores, fue a vivir a casa de su abuelo, un hombre de vasta cultura que le enseñó a amar la música clásica y a sus genios, Berlioz, Wagner, Beethoven…

Fue un artista destacado en la sociedad de su tiempo, relacionándose con pintores, músicos y escritores de vanguardia como Apollinaire, Modigliani, Picasso, Marcel Proust, Eric Satie y toda la alta aristocracia parisina entre los que se encontraban los Vizcondes de Noialles, que fueron los mecenas de Luis Buñuel en la producción de sus películas, L´âge d´or y El perro andaluz, esta última rodada a cuatro manos con Salvador Dalí, manifiestos surrealistas que supusieron un gran escándalo ante la mirada burguesa de la capital francesa.

Ana Casares en Orfeo.

Una aureola de misterio rodeaba su figura, era inevitable pertenecer a la esfera mundana y habitar la leyenda que él mismo había creado. Jean aparecía siempre en sociedad como un personaje oculto tras una máscara de frivolidad y esnobismo dando vida a un mito de sí mismo, el de un poeta funámbulo.

Jean Desbordes y Lee Miller en La sangre de un poeta.

Desde 1918 se hace inseparable del joven escritor Raymond Radiguet, convirtiéndose en amantes hasta la muerte del muchacho a la edad de veinte años a causa de fiebres tifoideas. Esta muerte injusta noquea a Cocteau que para superarlo se refugia en el catolicismo y en el opio. Radiguet comenzaba una brillante carrera literaria en la que la poesía tenía un destacado rol; había publicado Le diable au corps, que supuso un gran alboroto para la época. Después de su fallecimiento, la generosidad de Cocteau consiguió que se publicara Le bal du Comte d´Orgel. Ambas obras contaron con las alabanzas de renombrados escritores como Paul Valery, Max Jacob… que veían a su autor como un nuevo Arthur Rimbaud. En formato de libro, El diablo en el cuerpo, es un clásico de la literatura que goza de infinidad de publicaciones en todo el mundo. Tuvo dos destacadas versiones cinematográficas, la de Claude Autant-Lara, en 1947 con Gerard Philippe y Micheline Presley y la que rodó Marco Bellocchio en 1986 con la musa de Jean Luc Godard, Maruschka Detmers como protagonista.

Foto fija de Lucien Clergue para El testamento de Orfeo.

Jean Cocteau escribió grandes obras consideradas de vanguardia como Los padres terribles (1938), El fin de Potomak (1940), Las dos travestís (1947)… Ejerció como guionista en la película Los hijos terribles (1948), basada en su obra homónima del mismo título, dirigida por Jean Pierre Melville en 1950, que supuso un anticipo de lo que años después sería la Nouvelle Vague. Dirigió para la gran pantalla algunos de sus títulos como La sangre de un poeta (1930); además de Orfeo (1950) y El testamento de Orfeo (1960) que fueron interpretadas por la gran María Casares. La bella y la bestia (1946), basada en el cuento de Madame Leprince de Beaumont y El águila de dos cabezas, que escribió también en 1946, fue trasladada al cine por Michelangelo Antonioni en 1981, con el titulo de El misterio de Oberwald, con Mónica Vitti y Franco Branciaroli.

María Casares (1922 -1996), actriz española exiliada, desde muy joven, en Francia, miembro de la prestigiosa Comedie Française, tuvo roles destacados en Orfeo y El testamento de Orfeo; considerada una de las grandes de la escena francesa del siglo XX, en el cine realizó, además, memorables trabajos como protagonista en películas, convertidas en clásicos, de Marcel Carné, Robert Bresson, Michel Deville y un largo etcétera. Tuvo una relación sentimental con Albert Camus desde 1944 hasta la muerte del escritor. Fue condecorada con la medalla de la Orden Nacional de la Legión de Honor, la más importante de las distinciones que se otorgan en Francia, mientras que en España era silenciada por motivos políticos, ya que su padre, Santiago Casares, fue ministro del Interior de la II República Española.

La voz humana

Cocteau creó La voz humana, una de sus obras más icónicas, en 1930, para su gran amiga Edith Piaf, que no se atrevió a estrenarla pues le imponía verse sola en el escenario.

«Cuando escribí la primera versión de La voz humana, Edith solo tenía 15 años, pero yo soñaba con ella como la intérprete ideal, más adelante, en la edad adulta no se decidió a interpretarla pues no se sentía cómoda, ella sola, en el escenario. Fue entonces cuando le escribí El bello indiferente, que es realmente otra idea sobre el mismo asunto: la tragedia personal a causa de la decepción amorosa de ser abandonado por la persona amada. Edith Piaf la estrenó en París con gran éxito en 1940, acompañada en el reparto por un actor se sintió más segura en escena. Fue su única intervención en una pieza teatral. La obra no tuvo trascendencia al mismo nivel que La voz humana pues apenas se ha representado».

Jean Cocteau adoraba a las mujeres y tenía grandes y amantísimas amigas. Aunque Edith era la favorita, él se interesaba, más que nada, en el sexo volcánico que proporcionaban los numerosos jóvenes actores de cine y teatro que fueron sus amantes. Conoció al actor Jean Marais (1913- 1998) en una fiesta y a la mañana siguiente le telefoneó diciéndole: «Venga corriendo a mi casa, ha ocurrido algo muy grave, me he enamorado de usted».

Así comenzó una relación que duró más de dos décadas, posiblemente la mas larga que tuvo el dramaturgo. Su amor podría ser la trama de una gran película, pero jamás se llegó a filmar.

Hasta su rotundo triunfo como cantante, Edit Piaf (1915-1963), también conocida como la môme o el pequeño ruiseñor de Francia, fue dando tumbos desde sus primeros años en el prostíbulo de su abuela hasta el circo de mala muerte propiedad de su padre; su adolescencia estuvo basada en una sucesión de amantes, consumo de drogas, alcohol y sueños: el amor significa lucha, grandes mentiras y buenas bofetadas, dijo en más de una ocasión cuando el ruiseñor ya volaba alto. Tuvo una vida de excepción repleta de un sinfín de experiencias amorosas entre lo más ilustre del show business galo como Eddie Constantine, Charles Aznavour, Georges Moustaki, Yves Montand, el boxeador Marcel Cerdán y Thèo Sarapo.

A pesar de la gran relación que Cocteau mantenía con Marais, se fueron distanciando cuando este comenzó a trabajar con Jean Renoir y Luchino Visconti; en esa misma etapa conoció a un joven pintor de origen italiano al que convirtió en actor, Eduard Dermithe (1925 – 1995), que trabajó en importantes papeles en muchas de sus películas, él fue quién se llevó la mejor parte, pues lo declaró su hijo adoptivo, su heredero universal y amante, no necesariamente por ese orden.

Edith Piaf fue su gran amor, aunque nunca más allá de una relación platónica, pues vivían la ilusión de ser amantes de fantasía, gozaban de una profunda amistad, anclados en una envolvente fascinación que les hacía parecer lujuriosos, sublimando los besos, el alcohol, el opio, la morfina e incluso las ausencias. Siendo dos personajes líricos, supervivientes de la invasión nazi francesa, era imposible no sentirse cómplices habiendo vivido en el horror que suponía esta situación.

Tan inmenso era el amor que sentía por ella que no pudo superar su muerte, pues tan pronto le comunicaron su deceso recibió un gran impacto, sufriendo un ictus del que no se recuperó, falleciendo horas después. Ambos deberían estar enterrados en el Cementerio Père Lachaise, de París, uno de los mas célebres de Europa, donde descansan las insignes osamentas de los grandes intelectuales, artistas, espiritistas, aristócratas y políticos del siglo XX, como Chopin, Honoré de Balzac, Apollinaire, Gerda Taro, María Callas, Georges Perec, Colette, Isadora Duncan, Allan Kardec, Molière, Georges Meliès, Yves Montand, Simone Signoret, Marcel Proust, Gertrud Stein, Oscar Wilde, Marcel Marceau, Jim Morrison y un largo etc. Pero solo se encuentra allí Piaf. A Cocteau le dieron sepultura en la Chapelle Saint Blaise des Simples en Milly la forêt, la localidad donde murió, próxima a Fontainebleau.

Considerada un ejercicio para divas, La voz humana es el instrumento perfecto para el lucimiento de una actriz; se trata de un dramático monólogo interpretado por una única mujer con la compañía de un teléfono y un perro, una pequeña pieza de cámara que a lo largo del tiempo ha tenido infinidad de versiones incluida una adaptación operística en 1958, con música compuesta por Francis Poulenc e interpretada por la soprano francesa Denise Duval, dirigida por Georges Prêtre. Se hicieron otros proyectos que contaron con las voces de Jessye Norman, Renata Scotto, Julia Migenes y un largo número de grandes sopranos de diferentes nacionalidades que la representaron a lo lardo del mundo. En 2005, en el Teatro La Zarzuela, de Madrid, Gerardo Vera la concibió en dos actos, en el primero, el monólogo contó con la interpretación de la actriz Cecilia Roth y en el segundo, la partitura musical estuvo a cargo de la soprano Felicity Lott.

Desde su estreno en París en 1930, con la actriz belga Berthe Bovy en la Comédie Française, la obra ha tenido infinidad de versiones con actrices de diferentes registros como Simone Signoret, Amparo Rivelles, Rosa Novell, y, la más reciente en 2017, por Anna Wagener en el desaparecido Teatro Kamikaze de Madrid. Sin olvidar la que hizo Ingrid Bergman en un telefilm de 1966. No debo dejar de mencionar al actor Antonio Dechent, qué en 2015, dio un importante giro al ser un hombre quien interpreta el texto. Cuenta además con una lectura homosexual realizada por su director Manuel De, La otra voz, con el actor cubano Georbis Martinez; espectáculo de la compañía española La Saraghina de Stalker que contó con un gran éxito de crítica y público en el Festival Internacional de Teatro de La Habana en 2014.

La versión más reciente la dirigió Pedro Almodóvar en 2020, que inevitablemente la llevó a su terreno, apartándola de su creador, haciéndola suya, alejándola de las señas autorales que siempre la identificaron, consiguiendo crear una pequeña obra maestra totalmente actualizada, que modifica su estructura original, ofreciendo una visión que conserva lo esencial pero que se aparta del espíritu Cocteau de la época. Me atrevería a decir que se convierte en una de las propuestas más singulares y arriesgadas de cuantas se han llevado a cabo a lo largo del tiempo, incluida la de Roberto Rosellini con la excelsa interpretación de Anna Magnani.

Desde su inicio, con una enigmática e imprevista primera secuencia en la que aparece su protagonista vestida como una menina, enalteciendo el color rojo, tan caro a Almodóvar, un vestido de Demna Gvasalia, diseñadora de la Maison Balenciaga, que contrasta con el decorado high tech de fondo, un atuendo que en la actualidad puede resultar demasiado extravagante y engullir a la modelo, pero la percha y elegancia de la actriz consiguen hacerla salir airosa; todo es fascinante en la creación almodovariana, pues su director ha conseguido rodearse de los mejores colaboradores, la extraordinaria interpretación de la gran actriz inglesa Tilda Swinton, que se mantiene fría y veraz, ante el drama, sin llegar a desmelenarse como lo hicieran otras de las actrices, luciendo el asombroso miriñaque clásico además de creaciones actuales de prêt a porter, de Dries Van Noten; la actriz se envuelve en la inspirada partitura del gran compositor Alberto Iglesias, cuya música funciona como un personaje más. Observada desde una vertiente conceptual, íntegramente rodada en un decorado interior que no oculta su condición de plateau cinematográfico, toda su planificación, fotografía y otros conceptos técnicos surgen de un guion perfecto que modifica su final, convirtiéndolo en una brillante sorpresa, creando una obra de nuestro tiempo de rara emoción hipnótica.

En sus últimos años, Jean Cocteau se retiró por un tiempo a vivir en la costa mediterránea dedicándose a la actividad pictórica, realizando labores decorativas en diferentes iglesias de la Costa Azul, como la Chapelle Saint Pierre, de Villefranche sur mer, la Chapelle Notre Dame de Jérusalem, de la localidad de Frejus declaradas Monumento Histórico, Patrimonio de la Humanidad. Cuando su deceso interrumpió esta labor, Édouard Dermithe, su hijo adoptivo, fue el encargado de finalizar el trabajo. El último trabajo de un genio.

«Toda obra maestra está hecha de confesiones ocultas, de cálculos y extrañas adivinanzas.» Dijo Cocteau. Yo añadiría, y también de errores.

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