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Arte y Letras

El viaje de Chihiro: Un prodigio que cambió la historia de la animación

Un fotograma de El viaje de Chihiro, el clásico de la animación de Hayao Miyazaki que vuelve a los cines para celebrar los 20 años de su estreno. información

En los últimos meses se ha celebrado el aniversario de algunas películas importantes del nuevo milenio, pero ninguna de ellas consiguió hacer verdadera historia, es decir, cambiar de forma profunda las estructuras mentales de los espectadores e iniciar una transformación fundamental dentro de la industria. Eso es lo que logró El viaje de Chihiro al ganar el Oso de Oro a la mejor película en el Festival de Berlín ex aequo junto a Bloody Sunday (Domingo sangriento) del director británico Paul Greengrass. Por primera vez una película de animación no se consideraba como perteneciente a un género menor, sino que se equiparaba en igualdad de condiciones a una película de acción real.

Un año antes se había creado en los Oscar una categoría específica para premiar a las películas de animación. La primera en conseguirlo fue Shrek; la segunda, El viaje de Chihiro, sirvió para ratificar la importancia del galardón elevándolo a un estatus de máxima prioridad y convirtió a Ghibli en un estudio de referencia. La trascendencia que alcanzó la obra de Miyazaki todavía no se ha superado, pero lo importante es que, a partir de ese momento, las cosas comenzaron a cambiar en lo que se refiere a la consideración de un género que no ha hecho más que crecer y de ampliar horizontes en el imaginario colectivo.

Vista veinte años después, El viaje de Chihiro no ha perdido un ápice de inventiva, de capacidad poética, de belleza plástica, de hondura emocional. Sigue siendo una obra rotunda, compleja, una cima.

Hayao Miyazaki quiso hacer su particular versión de Alicia en el país de las maravillas introduciendo toda la tradición del folclore japonés para componer un universo inundado por una mitología propia. En vez de caer en una madriguera, Chihiro atravesará un túnel que la llevará a un espacio suspendido en el tiempo en el que los contornos del mundo real desaparecen para dar paso a universo imaginario habitado por dioses y criaturas ancestrales, brujas y dragones. Un lugar donde los humanos se convierten en cerdos y donde hay que luchar para no perder la identidad.

Viaje iniciático

La película quería simbolizar el tránsito de la niñez a la madurez a través de un viaje iniciático en el que se pusiera a prueba el esfuerzo, la tenacidad y los valores, la integridad moral en un mundo moderno dominado por la codicia en el que se ha perdido cualquier atisbo de espiritualidad. Chihiro se convertirá en los ojos del espectador a la hora de adentrarnos en este microcosmos desbordante y su mirada de asombro constante será también la nuestra. Miyazaki no lo puso fácil a la hora de descifrar todos los códigos metafóricos de la película. Su entramado de referencias que entroncan con las diferentes tradiciones religiosas en su país resulta para el público occidental, indescifrable. Hay entidades, kamis, que proceden del sintoísmo y que se vinculan con la naturaleza, yokais, espíritus y todo un espectro fantasmagórico a los que la protagonista aprenderá a respetar. Porque, al fin y al cabo, de eso trata también El viaje de Chihiro, de no perder nuestras raíces para seguir avanzando.

Pero más allá de sus interpretaciones conceptuales, El viaje de Chihiro funciona por sí misma como portento visual, por su prodigiosa caligrafía, por su capacidad de reinvención narrativa constante, por su imaginación sin límites, por la creación de personajes icónicos (Yubaba, Haku, el bebé gigante, Sin Cara, el dios pestilente), por su lirismo, emoción y corazón y por sus imágenes, acompañadas de una de las partituras más hermosas jamás compuestas de la mano del maestro Joe Hisahishi. El alma intrépida de Chihiro sigue alumbrando veinte años después.

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