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Después de la caída

Entre 1812, fecha de publicación de los dos primeros cantos de La peregrinación de Childe Harold, y 1824, cuando muere de sepsis en Missolonghi mientras luchaba por la independencia de Grecia, George Gordon Byron fue el escritor más popular de Europa. Popular por sus obras y, casi en la misma medida, por sus escándalos, entre los que descuella la relación incestuosa con su media hermana Augusta Leigh, y, en general, por una actitud de rebeldía, teórica y práctica, ante las convenciones de la moral cristiana que le valió, como a su amigo Shelley, el apellido de «satánico». No obstante, el satanismo de Byron hay que entenderlo no como gusto o predilección por el mal, sino como asunción del modelo de libertad que encarna el insurrecto Satán de John Milton en Paraíso perdido (1667). Un modelo cuya influencia, filtrada por el «byronismo» (que incluye también como rasgos definitorios la promiscuidad sexual, el ansia de conocimientos proscritos y una insatisfacción existencial rayana en lo enfermizo), puede rastrearse aun en el simbolismo y el decadentismo de Baudelaire, Laforgue o Huysmans.

De la obra de Byron, preterida en favor de la de sus contemporáneos Shelley y Keats, e ignorada por la crítica del siglo XX hasta su reivindicación por Harold Bloom en La compañía visionaria (1961), han sobrevivido al paso del tiempo el monumental Don Juan (1819-1824), que dejó inconcluso, y Manfred y Caín, los dos poemas dramáticos o closet dramas (teatro para ser leído, no representado) que integran este volumen prologado y traducido por Joan Curbet, que ya tenía en su haber una edición de dos importantes poemas de Milton: Paraíso recobrado y Sansón Agonista (Cátedra, 2007), el segundo asimismo un closet drama.

Prueba de la pervivencia de estas dos obras de Byron, que Curbet analiza en detalle en su prólogo y vierte después con esmero (con parlamentos, sobre todo en Caín, en los que la traslación del pentámetro yámbico original a versos de catorce sílabas merece un sincero elogio), es que son las dos mismas que José María Valverde tradujo, bien que parcialmente, para la antología Poetas románticos ingleses (Planeta, 1989). Recuerda ahí Valverde el aprecio que Unamuno sentía por el Caín («auto sacramental al revés», lo denomina el primero), por lo que no sorprende que Curbet diga ahora que «se adelanta a los existencialismos del siglo XX en su puesta en cuestión del valor mismo de la experiencia humana», ni que haga votos por que se lo lea a la luz de las circunstancias o los gustos estéticos del presente (como, a su desafiante manera, se propuso hacer el polaco Jerzy Grotowski en su paródico montaje teatral de 1960).

Publicado en 1821, hace ahora doscientos años, y subtitulado «un misterio» (una burla, pues, a diferencia de las piezas teatrales del Medievo que reciben ese nombre, el drama de Byron no recrea devotamente sino que violenta de raíz el sentido de la narrativa bíblica), Caín es la obra del poeta inglés que mejor plasma su idea de una humanidad liberada e ilustrada, ansiosa de conocimiento, dueña al fin de su destino, pero, por eso mismo, angustiada, sola, irredenta. Y en ella se configura una imagen del Creador que hace más por su denuesto que la simple negación que propugna el ateísmo, al presentarlo como un aburrido demiurgo, hastiado de crear y descrear. Habla Lucifer, instruyendo a Caín: «Mas dejadle / que se siente en su vasto y solitario trono, / creando mundos que puedan hacer la eternidad / menos pesada para Su infinita existencia / y soledad, tan falta de toda compañía; / que amontone orbes sobre orbes: está solo, / como un indefinido, indestructible tirano».

Menor interés reviste Manfred (1817), precisamente porque su trasnochada tramoya romántica, muy ligada aun a los protagonistas de los poemas narrativos que dieron a Byron su primera fama, obstaculiza una lectura contemporánea. Uno no acaba nunca de creerse la tragedia de este nigromante recluido en su castillo de los Alpes, entregado al contacto con las potencias del más allá en busca de perdón por una innombrable ofensa cometida en la persona de su adorada y difunta Astarté; y, de hecho, solo termina de comprenderla cuando la vincula a la peripecia biográfica del propio poeta, que un año antes había emprendido el camino del exilio (nunca volvería a Inglaterra), forzado por el escándalo de sus amoríos incestuosos, la separación, en consecuencia, de su esposa, Annabella Millbanke, y los rumores sobre sus escarceos homosexuales difundidos por su antigua (y despechada) amante Caroline Lamb. Con todo, Manfred tiene momentos muy brillantes que comparten el programa liberador y la rebeldía del Caín; así, cuando el héroe priva a dioses y demonios, a cualquiera que no sea él mismo, del privilegio de proporcionarle un infierno: «Tú no me has tentado, no pudiste tentarme; / no pudiste engañarme, ni soy ahora tu presa; / no: yo he sido mi propio destructor, y seré / mi propio más allá».

El volumen, una excelente edición bilingüe que afean ocasionalmente algunas erratas, lo completan una cronología y tres apéndices que incluyen una versión desechada por Byron del tercer acto de Manfred, el Diario alpino que el autor llevó durante el mes de septiembre de 1816 («una de las piezas maestras de la literatura romántica de viajes», según Curbet) y El fantasma de Abel (1822), una brevísima obra dramática escrita por William Blake en respuesta al Caín byroniano.

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