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Rudyard Kipling, el rey sin corona

Kipling en la India (fotografía fechada en 1915). | INFORMACIÓN

La vida de Rudyard Kipling fue un continuo viaje desde su nacimiento. Hijo del Imperio Británico, nació en Bombay, que por aquella segunda mitad del siglo XIX apenas pasaba del medio millón de habitantes y que se refugiaba en una bahía del mar Arábigo. Hoy supera las quince millones de almas, contadas a ojo, imposible de ser pesadas en las cifras oficiales. El pequeño Rudyard provenía de una familia burguesa, de esas que abandonaron Inglaterra para hacer fortuna en los límites del Imperio. Su padre, amante del arte, su madre, dedicada por entero, tarde tras tarde, a la lectura y al gin, provocaron en su hijo la necesidad de escribir a toda cosa, la fórmula de congregar en una página en blanco la imaginación y la realidad de la India.

Porque la India era un territorio legendario. Aún no habían llegado a Europa las imágenes de niños famélicos y pueblos arrasados por el monzón. El país disponía de ciudades milenarias, con palacios construidos con arena del desierto y habitados por monos y serpientes. Los ríos descendían por la geografía llenando la tierra de selvas y animales exóticos. Sus gentes se aferraban a ritos ancestrales, imposibles de codificar en los límites de la razón occidental. Por eso Kipling utilizó la literatura como método de entender el país que lo había visto nacer. No necesitó escribir un libro de viajes al uso. Lo haría con Japón y le fue suficiente. A la India no le dedicaría una obra que describiese, con ojos de occidental, el misterio indescifrable de su cultura. Se empleó a esta tarea de una forma más noble y original: serían los personajes de sus cuantiosas novelas y cuentos los que lo harían por él. Su escritura se acerca a Julio Verne y Salgari, pero si estos dos escritores visitaban la biblioteca de París y Turín para ambientar sus obras, Kipling preparaba su equipaje y viajaba en tren miles de kilómetros, recorriendo la India de una punta a otra.

Con traje de etiqueta, sombrero blanco de sir inglés, un maletín con tinta y papel, donde el escritor iba nacía una nueva aventura que deslumbraría a millones de niños y adolescentes de toda Europa.

Las historias de Kipling ambientadas en la India se han convertido en una auténtica ruta, más que literaria, vital. Desde Karachi a Calcuta, de Delhi a Darjeeling, tanto en las montañas del Himalaya como en las costas tropicales del Golfo de Bengala, el escritor hace del subcontinente indio un territorio mágico y literario, donde el lector puede sentir el peligro de tigres y el descubrimiento de ciudades ocultas entre la selva. Pero sin duda alguna, el mayor viaje de Kipling se produjo a través de su cuento más famosos. Hablamos de El hombre que pudo reinar.

Probablemente leyera en el periódico, unos años antes, la historia de Josiah Harlan, un aventurero norteamericano que se introdujo cerca de Punjab, en la actual Afganistán, con la intención de ser erigido rey de una tribu local. Llegó a la provincia de Gaur y logró convencer a los nativos de ser coronado. Aún quedaban treinta años para que Joseph Conrad escribiese El corazón de las tinieblas, un viaje de locura por el río Congo, demostrándose que, en muchos casos, la ficción simplemente complementa a la realidad. También Kipling había escuchado las anécdotas que se contaban de James Brooke, un diplomático inglés que pasó de comerciar con los indios de Borneo a ser nombrado Marajá de Sarawak. Ejemplos tenía a mano en la populosa India, llena de leyendas.

El resto lo haría la historia. En los libros se describía un reino legendario llamado Kafiristán, en el Hindú Kush, donde el valle se convierte en una pared que alcanza los seis mil metros. Hasta allí habían llegado las tropas de Alejandro Magno. El mismo líder macedonio se había casado con la hija del rey de Sogdiano, Roxana. Según el relato, entre la fantasía y la verdad, un grupo de soldados griegos se quedaron en aquel reino distante y decidieron no continuar su expedición hasta la India. La genética también corre en auxilio del mito. En aquella región se ha encontrado población de ojos azules y piel clara. Cierto o no, el relato ya estaba elaborado y Kipling había visitado Peshawar para ambientar la obra.

El hombre que pudo reinar es un relato que todo viajero debería leer antes de emprender el camino. En él residen todas las luces y las sombras del viajero, la melancolía del lugar al que se llega y el rechazo del otro. Kafiristán, probablemente, no existiese más que en la mente de varios viajeros en la historia, desde Alejandro Magno hasta los alpinistas que hoy en día llegan a Paquistán para mirar al cielo.

Pero el descubrimiento de un reino perdido reencuentra al ser humano con la historia y permite que exista, durante la duración del viaje, el anhelo de no volver nunca al punto de salida.

Kipling recorrió América del Norte y África. Escribió cuentos allá donde sus pies lo portaron, maleta en mano. Pero sería la India el lugar donde su obra hizo de los lectores viajeros indomables. Con o sin corona, el hombre que lee a Kipling sabe que un reino le espera al otro lado del mundo.

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