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Donna Leon y el comisario Brunetti

Donna Leon se ha negado siempre a ser publicada en Italia por el temor de que su visión de la sociedad italiana disguste al italiano medio

Donna Leon y el comisario Brunetti

Hace casi treinta años, Donna Leon (Nueva Jersey, 1942) publicó la que fuera la primera entrega de su comisario Guido Brunetti, Muerte en La Fenice. Desde ahí, de forma paciente y con ritmo constante, ha publicado una novela por año, por lo que ahora nos llega la trigésima, Esclavos del deseo. Esta producción literaria, publicada en treinta y cinco países y con veinte millones de lectores, ha sido merecedora de diferentes distinciones, como el prestigioso Premio Suntory en Japón, el Premio CWA Macallan Silver Dagger o el Premio Pepe Carvalho a toda su obra en 2016. A eso se suman otros trabajos de igual éxito, como la recopilación de artículos Sin Brunetti (2006), donde lanzaba una mirada crítica sobre la sociedad actual y desplegaba sus inquietudes sobre el calentamiento global y la igualdad de género en diferentes países donde había vivido. O Las joyas del paraíso (2012), sobre la vida del compositor Agostino Steffani, y las atípicas guías Sobre Venecia (2006) y El sabor de Venecia (2011).

En más de una ocasión he defendido que los autores italianos de novela negra, entre los que incluyo a Donna Leon pese a ser norteamericana, dan la impresión de que se repartieron las ciudades, el escenario en el que desarrollan las aventuras de sus personajes, en una especie de pacto no escrito para no colisionar entre ellos. Así, Andrea Camilleri se centraba en Sicilia, como lo hizo Giorgio Scerbanenco en Milán; Mario Vichi nos habla de Florencia; Carlo Lucarelli, de Parma; Veit Heinichen, de Trieste; Massimo Carlotto, de Padua; Gianrico Carofiglio, de Bari; Mauricio de Giovanni, de Nápoles. Donna Leon no será ajena a este supuesto reparto, pues Venecia será su territorio. Sin embargo, en esta última novela da un paso al trasladarnos a la ciudad de Nápoles, principalmente a su forma de entender el caos, de cómo el desastre que envuelve sus calles al final funciona y las cosas salen adelante, con unos habitantes divertidos, encantadores, pero algo caraduras.

Donna Leon se ha negado siempre a ser publicada en Italia por el temor de que su visión de la sociedad italiana disguste al italiano medio. Es más, ella no participó en la exitosa serie televisiva del comisario Brunetti; se limitó a vender los derechos a una productora alemana, que es la encargada del desarrollo de los diferentes capítulos, dando una versión germana, con personajes distantes alejados de la sangre caliente del mundo mediterráneo.

En esta última entrega retoma el argumento de su cuarta novela de hace veintiséis años, el problema de la esclavitud sexual de las mujeres, que acudían a Europa engañadas con la promesa de un trabajo y terminaban prostituyéndose contra su voluntad. La historia se desata cuando el comisario Brunetti investiga a dos jóvenes venecianos, sospechosos por omisión de socorro a dos turistas estadounidenses que aparecen gravemente heridas en el hospital tras un accidente en un paseo nocturno en barca. El comisario mantiene la precaución como norma y no suele tomar notas al entrevistar a sospechosos, prefiere dejar pasar el tiempo y esperar a que todo se asiente. De ahí que prefiera siempre una buena comida al estrés de la investigación inmediata. Aquí, la autora nos va a presentar a un Brunetti más oscuro y pesimista, que considera que el mundo ha cambiado para peor. Y su visión sobre la realidad se ha ensombrecido y se ha deteriorado un poco porque no ve un futuro muy halagüeño para la humanidad. Muestra de ello en esta novela es cuando un joven explica su concepto de esclavitud, que para él es no poder utilizar el móvil en el instituto.

Como nos tiene acostumbrados, también por sus páginas desfilarán los lugares más emblemáticos de Venecia, la gastronomía mediterránea y algunas recetas, como el pollo relleno con quinoa, romero y tomillo o la crema de calabaza y lubina a la plancha (p.111). Hasta nos dirá cómo ciertos negocios familiares en Venecia se adaptaron a la globalización y a la industria del turismo con tres normas sencillas: servir la misma comida que había servido su madre durante treinta años, ahora en platos de porcelana y en raciones más pequeñas y decorados con delicadeza, e inflar los precios de manera casi insostenible.

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