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La conversación sobre España continúa

La conversación sobre España continúa

Cuenta Sergio del Molino (Madrid, 1979), en su último libro, que el nuevo mito de la España plural no resiste una serie de viajes por todo el país. Argumenta que contra la creencia que algunos pretenden imponer de que la nación se compone de infinidad de naciones y «de productos históricos dispares apenas pegados por un cemento borbónico de mala calidad», lo que cualquiera puede contemplar viajando es un lugar homogéneo en el tono, las costumbres, los paisajes urbanos, la política y la vida cotidiana. ¿Entonces, de qué naciones estamos hablando cuando algunos enumeran hasta ocho? Explica Del Molino que en todas partes cuecen habas, se come más o menos lo mismo, se leen los mismos libros, se siguen los mismos programas en la tele, se compra ropa en las mismas tiendas y se conversa sobre las mismas noticias. «Y, por supuesto, en todas las ciudades invitan al mismo escritor a dar la misma conferencia, y al mismo Joaquín Sabina a que cante otra vez la canción del pueblo con mar». El aliento de la globalidad ha empañado incluso la distinción regional, y nada es extraño para el viajero en un mundo amueblado por Ikea y vestido por Inditex, escribe el autor de Contra la España vacía, un libro que ha venido a contestar algunas de las preguntas pendientes que dejó su aclamado ensayo anterior con nuevas e interesantes reflexiones.

La conversación sobre España continúa

Del Molino cuenta su vida, teje su circunstancia hasta llegar al punto donde esta conecta con todo lo que le rodea, y es entonces cuando da un paso adelante para extraer certeras y claras conclusiones que el lector suele hacer suyas al tiempo que se pregunta por qué no se le habría ocurrido establecerlas antes. Como sucede en La España vacía (Turner, 2016), en este nuevo libro se nutre de lecturas que convierte en aliadas de su propio pensamiento después de destriparlas hábilmente para llegar a un punto de coincidencia. De esta manera, analizando y observando, alcanza a identificar problemas que no siempre son percibidos como tales. Ello forma parte de un ejercicio de destreza intelectual que le permite ofrecer un discurso que desemboca en discusiones, y estas generalmente tienen que ver con lo que nos pasa, convirtiéndolo en un lúcido cronista del tiempo que vivimos. El identitarismo, el nacionalismo, están en su punto de mira igual que esa España despoblada de la que se ocupó anteriormente y que le valió para servir en bandeja la más reciente conversación nacional y, a la vez, agitar el debate político. No conozco un escritor en la actualidad como él que partiendo de pensamientos domésticos y profundamente íntimos haya cruzado tantas líneas hasta situarse en el frente de la controversia general. Recurrir a ellos, a su propia vida, a los pasos diarios, a esos encuentros cotidianos, hacen de Del Molino un autor inteligiblemente más accesible. También, como él mismo ha reconocido, aligerando la carga poética de su escritura de otras veces para ocuparse de los asuntos que nos importan de una manera bastante más prosaica. Pero al mismo tiempo muy certera, como cuando, por ejemplo, se refiere a la exaltación nacionalista en el capítulo «Banderas desteñidas», del que emerge la invocación interesada de Franco y el franquismo como un episodio eterno que lastra la suerte del propio país. El autor de Contra la España vacía lo resume con lucidez en un breve párrafo: «La historia es un factor importante para explicar los conflictos, contradicciones y paradojas de una sociedad, aunque no es el único ni diluye las responsabilidades del presente. Como toda etapa histórica, el franquismo ha dejado una huella honda, pero creer que el dictador tutela España desde el más allá es, siendo generoso, una muestra de pensamiento mágico. Proclamarse antifranquista o señalar franquistas en 2021 tiene el mismo sentido político que apoyar las cruzadas en Jerusalén o la Resurrección del imperio otomano» (pág. 106). Como el mismo Del Molino escribe a continuación «no son Franco ni los franquistas quienes parasitan España, sino sus constantes invocaciones».

Además de incidir en las banderas desteñidas y las aspiraciones identitarias de un nacionalismo romántico que, supuestamente cívico, se desliza con peligro hacia el abismo étnico, el autor de Contra la España vacía abre las ventanas de par en par con el fin de seguir cartografiando en todos sus aspectos el lugar en que vivimos, compartiendo su mirada aguda con el lector. La parte que dedica al fin de la vida de provincias pone el punto de inflexión en lo que él llama las Vetustas españolas partiendo de Clarín y La Regenta. Según Del Molino, la novela ha supuesto una maldición bendita o una bendición maldita, depende cómo se mire, para Oviedo, por «el diálogo eterno de atracción y repulsión» que suscita desde 1885. Razona el autor, y no le faltan motivos para hacerlo, que en las metrópolis las masas humanas diluyen los hechizos de la escritura, derrotando a sus imaginarios del modo que sucede en Madrid con Galdós, en París con Balzac, o en Nueva York con Woody Allen, mientras que el mito puede llegar a apoderarse de las ciudades de provincia, como es el caso de la capital asturiana, «demasiado pequeña para una novela tan grande». La parte que cierra el ensayo, «Contra la idiotez», es merecedora por sí misma de un futuro libro.

La conversación continúa. Está bien que alguien se ocupe en desmenuzar todo esto y lo haga con la clarividencia del autor de Contra la España vacía. Del Molino empieza su libro definiéndose como un pijoprogre y lo concluye a manera de epílogo reivindicando el solipsismo casero: el salón de nuestras casas como un lugar de encuentro de la nación que sustituya a las plazas. De ese modo deja también sentado que su ensayo es fruto de la observación pertinaz y el análisis inteligente de un burgués ilustrado en buen estado de forma.

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