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La fuerza de la inspiración

La fuerza de la inspiración

Élisabeth Barillé (París, 1960) ha escrito un libro interesante sobre la inspiración del arte, basándose en la supuesta relación amorosa que mantuvieron la poeta rusa Anna Ajmátova y el pintor y escultor italiano Amedeo Modigliani. Cuando se habla de los amores de Ajmátova no resulta fácil pisar suelo firme. Para comprobar hasta dónde llega el desencanto solo hace falta retrotraerse a aquel encuentro de una noche en Leningrado, en 1945, con el filósofo liberal Isaiah Berlin, que, según algunas mentes perspicaces, inauguró, por las connotaciones que tuvo, la Guerra Fría, y del que se despidieron sin abrazarse o rozarse en una gélida estación de tren de la frontera con Finlandia. Él marchó al mundo exterior, a través de Helsinki, Estocolmo y París, y ella se quedó en su soledad de Fonntany Dom. Pocas historias breves explican como esta la separación de dos mundos, y su desolación solo encuentra remedio en los dos últimos y maravillosos poemas de Cinque. Concretamente, en el último: «No habíamos respirado la somnolencia de la amapola, / y nosotros mismos desconocemos nuestro pecado. / ¿Qué había en nuestras estrellas / que nos destinará al dolor? / ¿Y qué suerte de bebedizo infernal / nos brindó la oscuridad de enero? / ¿Y qué suerte de fulgor invisible / nos volvió locos antes del amanecer?».

Ajmátova tenía entonces 56 años y poco tiempo después sería expulsada de la Unión de Escritores. Golpeada por los acontecimientos se deslizaba hacia el abismo en el peligroso tobogán estalinista. En cambio, 35 años antes, en mayo de 1910, era una mujer mucho más optimista y cargada de ilusiones, llegaba a París para disfrutar de su luna de miel con su esposo, Nikolaï Goumilev, fundador del movimiento que abogaba por la poesía simple, el acmeísmo, al que pertenecían Anna, Ossip Mandelstam y Mikhaïl Kouzmine. La capital francesa se reponía de una catastrófica crecida del Sena mientras esperaba el paso del cometa Halley, dos efectos que seguramente influían en el estado anímico de los parisinos y de los que aspiraban a recibir parte del influjo cosmopolita que desprendía la ciudad.

Modigliani tenía 26 años. Después de haber malvivido en Montmartre, acababa de instalarse en Montparnasse, vestía siempre la misma chaqueta de terciopelo y acostumbraba a llevar en su bolsillo una reproducción de El muchacho con chaleco rojo, de Cézanne, que besaba como si se tratase de una estampa de la Virgen. En Montparnasse fue donde conoció a Ajmátova, se escribían regularmente y meses después, en la primavera de 1911, en una ausencia del marido de esta, volverían a encontrarse.

El romance entre Amedeo y Anna, si es que alguna vez existió, sigue siendo un misterio. Élisabeth Barillé reúne los pocos testimonios que aún existen, como la memoria del poeta. Pero sugiere la conexión más que asegurarla y sobre todo evoca los diálogos mediante letras interpuestas y largos paseos durante los cuales ambos dejan de estar solos. «Nos comunicamos», piensa Modigliani frente a esta mujer cuyo hermoso y extraño rostro encarna la inspiración. Fascinada, Barillé elige contar la conmovedora búsqueda paralela de dos jóvenes artistas que vieron en el otro su complemento. Modigliani y Anna Ajmátova, a su vez, están en otra parte, por eso la autora de Un amor al alba se desplaza a Rusia para pulsar el ambiente poético en el que Anna no encuentra su lugar y donde, en cambio, se abre paso con éxito Marina Tsvietáieva, de mayor precocidad literaria. Y también bucea en la joven escuela y el mundo artístico parisino por el que Modigliani se siente ignorado. La poeta rusa entra en la vida del artista italiano porque cree en su vocación de escultor, un sueño de piedra que quiere alcanzar pese al polvo que ataca sus pulmones de tuberculoso. En Ajmátova encuentra un «rostro de princesa triste» que le persigue y da fuerza.

En 2010, cien años más tarde de aquello, se subasta en París una cabeza de mujer por 43 millones de dólares, una pieza que antes jamás se había exhibido y que forma parte del grueso de 27 esculturas modeladas de Modigliani. Detrás de ella presumiblemente se esconde el rostro de la poeta; el pintor habría realizado también dieciséis dibujos inspirándose en ella. Existe una reflexión estética del amor en la que incide Barillé. Amedeo, mientras tanto, inspira a Anna para lograr su propia libertad por medio de cartas que la arrastran al deseo de imitarlo. Como saben, no hay final feliz. Cuando Anna Ajmátova regresa a Rusia en julio de 1911, aún le quedan más de cincuenta años por delante para vivir y escribir, algunos de ellos terriblemente dolorosos. A Modigliani, solo nueve. No se volverán a ver jamás. Una hermosa historia cargada de pensamiento artístico.

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