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TRIBUNA

Amor constante más allá de la muerte

Cuando uno está escribiendo una novela necesita informantes, necesita expertos, necesita ayuda. A veces el escritor de ficciones tiene solo una idea vaga de lo que quiere saber, descubrir, entender a través de la escritura, y para llegar al fondo de esa idea no puede ir solo, porque iría a tientas y a ciegas, ni puede confiar solamente en la imaginación, sino que necesita de los que saben exactamente qué es lo que sucede en ciertas situaciones.

Pongo un ejemplo: si estoy escribiendo sobre un personaje al que le hacen una cirugía, y por algún motivo quiero describir con exactitud esa operación, me conviene hablar con cirujanos, anestesistas, enfermeras, etc. Como no soy médico, desconozco casi todos los detalles, los riesgos, los pasos que se dan en una cirugía. En este sentido una novela tiene algo de creación colectiva: hay gente que nos da los datos, y uno después pone el ritmo y las palabras que traduzcan el lenguaje técnico al lenguaje poético.

Para la novela que acabo de terminar me interesaba mucho entrar en contacto con el editor de tres libros de crítica cinematográfica. No tuve que ir muy lejos en la cadena de la amistad para descubrir que una amiga mía era íntima amiga de ese editor. Ella me lo presentó el año pasado, en plena pandemia, y hablamos de sus recuerdos sobre la edición de esos libros. Me encontré con alguien con una memoria prodigiosa y con una gran capacidad de evocar los detalles de su relación con el autor de los libros que me interesaban.

Al conocerlo me di cuenta de que él, Luis Fernando Isaza, era un tesoro como informante. Más que editor, era médico anestesiólogo, pero gran conocedor del cine, lector empedernido, y un observador muy agudo y sensible de las relaciones humanas. De su tarea de editor pasamos rápidamente a cosas que me interesaban incluso mucho más: la personalidad del autor de esos libros, su manera de ver el mundo, de sentir el cine y la música, de relacionarse con los amigos.

Cuando escribí el capítulo que se refería a asuntos que él me había contado, lo invité a la casa a comer, y entre tragos y comida con los amigos comunes, le leí el borrador del capítulo para saber su opinión y que me corrigiera o aportara más detalles. Como era sensible, generoso e inteligente, me ayudó a pulirlo y a terminarlo. En esa ocasión conocí también a su pareja, Eduardo, y pude ver la relación tan amorosa, tranquila y solidaria que los unía.

Ya dije que esto ocurrió en plena pandemia. Pocas semanas después de esa comida Eduardo se enfermó de covid y después de luchar un mes en la UCI, entre la vida y la muerte, ganó la muerte. Fernando, que se había entregado por completo a ese amor durante más de treinta años, empezó a ver la vida con un lente oscuro, amargo, trágico. Ya no parecía haber luz ni gracia ni sentido en este mundo. Sus mejores amigos, por mucho que lo cuidaran, no conseguían llenar el vacío del marido ausente. Sus hermanos, sobrinos y familiares, que también lo querían y mimaban, tampoco le resultaban suficientes.

Volví a verlo un par de veces más. Era otro. Sin embargo, seguía interesado en mi novela y cuando nos veíamos llevaba papeles con listas de temas y puntos que me quería contar. Había en lo que recordaba, en todo caso, otro tono, mucho más melancólico, aunque siempre impregnado de humor, de sabiduría humana, de vitalidad y amor por la vida. Pero de algún modo se estaba despidiendo. Cuando la amiga que nos había presentado le contó, hace poco, que yo ya estaba terminando la novela, él le dijo: «Yo ya no alcanzo a leer ese libro».

Hace quince días me dejó un regalo en la portería, una novela que me había aconsejado, Stoner, y se la agradecí porque me encantó. Pocos días después, de un modo indoloro muy de anestesiólogo, se quitó la vida. Fue otra víctima indirecta de la peste que nos ha tocado vivir. Es muy hermoso, de todos modos, a los 61 años, un suicidio por amor. Es muy triste que se desvanezca una mente así, pero él lo quiso.

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