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Stromae, dominar su regreso

Paul van Haver, Stromae.

El disco más esperado de estos días es un artefacto en francés, europeo y mestizo, con brochazos de electrónica, pistas rítmicas afro-latinas, las cuerdas de la Orquesta Nacional de Bélgica y timbres aportados por instrumentos como el portugués cavaquinho, el violín chino o el andino charango. Bonito rompecabezas de pop global con el que Paul van Haver, Stromae, exorciza pesadillas y ejercita cierta mala uva sin dejar de empujarnos a la pista de baile. Multitude releva al celebrado segundo álbum, Racine carrée, que en 2013 elevó a Stromae como sensación pop continental sugiriendo un bagaje torturado: el éxito Papaoutai apuntaba a la ausencia de figura paterna, él que perdió la suya a los nueve años, nada menos que en el genocidio de Ruanda. Ha hecho falta casi una década (apenas salpicada por algunos cameos y colaboraciones, como aquel Arabesque con Coldplay) para que Stromae se sintiera con fuerzas para superar sus confesados problemas mentales y entregar el tercer álbum, que luce finalmente celebratorio y sufrido, concienzudo y acusador.

Stromae, dominar su regreso

Vivo e invicto

Después de los dos hermosos temas divulgados en los últimos meses, Santé (número de ritmo aparatoso para mayor gloria de la clase obrera) y L’enfer (coro de tragedia griega y crescendo con chirridos siniestros acompañando su canto acerca de la soledad y el suicidio), sigue ahora el recital con otra decena de canciones de supervivencia y desafío. Encabezadas por la arrolladora Invaincu, con sus cánticos a la búlgara (del Orenda Trio) y su tempo marcial a tono con un texto en el que proclama su curación in extremis: «Mientras esté vivo / soy invicto».

Stromae se las apaña para transmitir en Multitude su catálogo de angustias íntimas sin que suene a postureo flagrante, transmitiendo credibilidad e ingenio, y sorteando tanto el efectismo como la frivolidad. Eso es lo que nos capturó en otro tiempo, y sigue haciéndolo ahora, con ese cruce de lírica confesional a corazón abierto, no exenta de vocabulario crudo, y un lenguaje musical que es a la vez imperativo y refinado.

Hay que acudir a la emotividad de La solassitude (con su fondo de insatisfacción permanente: la soltería le hace sentirse solo y la vida de pareja le cansa), al ritmo sincopado con regios arreglos de cuerda de Fils de joie (donde defiende a su madre cuando le dispensan el insulto hijo de puta) o a la fanfarrona Riez, en la que se mofa de quienes dudaron de su potencial artístico. Más elaborado y con más capas y matices que sus dos primeros álbumes, sin sacrificar la frescura, Multitude reafirma los poderes de Stromae como constructor de un pop tan grande como íntimo. Y, después de todo, apuesta por la luz en ese epílogo llamado Bonne journée, donde nos confiesa que, pese a todos los pesares, «el vaso está medio lleno».

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