Síguenos en redes sociales:

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Truman Burbank acaricia el falso horizonte del decorado en el que vivía. paramount

Arquitectura

El «gran interior» (1) Vivir en el show de Truman

Productos diseñados, construidos y manipulados para el acondicionamiento de una determinada atmósfera interior, al objeto de crear nuevos y excitantes efectos en el usuario-espectador-comprador

Todos hemos sentido lo que sentía Truman Burbank (el adorable personaje encarnado por Jim Carrey) acariciando el horizonte fake mientras ascendía incrédulo las escaleras de lo que hasta entonces había sido un decorado montado para él durante tantos años.

Ante el increíble hallazgo, y aún confuso por lo que estaba contemplando, Truman se enfrentaba a su terrible «realidad»: un espectáculo diseñado y creado en torno a su vida, retransmitida en vivo y en directo, y en la que tuvo que interpretar un papel que nunca eligió.

Finalmente, y tras su titánico enfrentamiento contra todo tipo de inclemencias climáticas convenientemente sintetizadas, nuestro protagonista se despedía de todos nosotros (el público) al acceder a la «puerta de salida» de lo que había sido una gran farsa, un show, El show de Truman (1998).

La ciudad de Truman - Seaheaven - era la perfecta recreación de un «gran interior» capaz de fabricar el artificio. Un mundo minuciosamente diseñado, guionizado y dirigido. Un interior exhibido como si fuera un exterior, con la salvedad de que el aire era producido y manipulado hasta el más mínimo detalle. A los mandos de este maquiavélico stage estaba su creador, Christof (interpretado por Ed Harris), el dueño y señor del tiempo y la vida de Truman. En Seaheaven jugaba a ser una suerte de dios, escenificando idílicos y felices modelos estandarizados de vidas y familias estadounidenses tras la Segunda Guerra Mundial, época caracterizada por los cambios y avances en la predicción y modificación intencionada del clima y del tiempo atmosférico.

El complejo japonés Seagaia Ocean Dome.

La película de Peter Weir nos dejaba una lectura, cuanto menos, inquietante: la capacidad de la tecnología, en manos del ser humano, de crear nuevos mundos ficticios en los que el sol, la luna, el cielo y hasta un océano artificial son la tramoya perfecta para recrear una vida entera. Un escenario para la simulación de diferentes climas y atmósferas a conveniencia. Todo concebido por y para el deleite del público, ávido de nuevos acontecimientos.

Sirva esta referencia cinematográfica para mirar ahora hacia otros shows de Truman que podemos contemplar por todo el globo y que son capaces de sintetizar estos mundos de ilusiones y escenarios de ficción.

Por ejemplo, la imagen que ha proyectado la ciudad de Las Vegas puede verse como una reproducción a escala y geográficamente «desplazada» de contextos y paisajes bien diferentes; desde artefactos fetiche como la Torre Eiffel o una Estatua de la Libertad a escala hasta los bucólicos decorados interiores del Hotel-Casino The Venetian, que muestran una reproducción perfectamente esculpida y detallada de la ciudad de los canales por antonomasia, a modo de miniatura, en la que un paseo en góndola por su interior nos puede transportar a una plácida tarde de otoño por el Gran Canal o el puente de Rialto.

Aquí, la representación y figuración del tiempo y el fenómeno nos envolvía con todos nuestros sentidos. La brisa del Mediterráneo, el ajetreo de las atestadas calles venecianas, o el frescor del amanecer artificial caben en el interior de un casino de Nevada.

No menos inquietante puede verse el Seagaia Ocean Dome que se inauguró en 1993 en Miyazaki, al sur de Japón, un megalómano complejo que contaba con una playa artificial de 300 metros de largo por 100 de ancho y con todo tipo de decorados: desde un falso volcán (que escupía fuego cada hora) hasta toneladas de arena artificial, palmeras hawaianas y el techo retráctil más grande del mundo. Su interior, con una temperatura media constante de 30ºC y el agua a 28ºC, proporcionaba la posibilidad de vivir en un verano permanente y bajo un idílico cielo azul hasta en los días más lluviosos.

Lo más curioso del Seagaia (¿a qué les recuerda el nombre?) es que, aunque se situaba a escasos 300 metros de una playa real, siempre agotaba su aforo para 10.000 bañistas. Sus increíbles olas artificiales hacían las delicias de los surfistas más atrevidos.

Grandes interiores arquitectónicos que resultaban ser, en resumen, un producto diseñado, construido y manipulado para el acondicionamiento de una determinada atmósfera interior, al objeto de crear nuevos y excitantes efectos en el usuario-espectador-comprador.

Esta es una noticia premium. Si eres suscriptor pincha aquí.

Si quieres continuar leyendo hazte suscriptor desde aquí y descubre nuestras tarifas.