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Un microcosmosde «nosotros» y «ellos»

Rosa Ribas. Laura Guerrero

Una de las primeras frases de Lejos (Tusquets) es casi lapidaria: «Esa noche, él no sabía que pisaba un cementerio. Un cementerio clandestino, sin lápidas ni cruces, con solo dos muertos. Serían tres a su partida». En realidad ese protagonista sin nombre pisa una urbanización, fantasmal e inquietante, eso sí, a medio construir, víctima de la burbuja inmobiliaria de 2008, con una zona deshabitada, y otra en la que sus habitantes se empeñan en aparentar que viven una vida feliz y de lujo. Pese a ese anunciado tercer muerto y a contener ejemplos de corrupción, «no es una novela negra», recalca Rosa Ribas (Barcelona, 1963). «Hay mucha oscuridad y elementos negros pero no sigue los parámetros del género ni cae en tópicos. Como autora, eso me ayuda a abrirme, a no encasillarme», explica la escritora sobre este paréntesis en su serie de la singular familia de detectives Hernández, que tras dos entregas (Un asunto demasiado familiar y Los buenos hijos) verá la tercera en 2023.

En esa atmósfera claustrofóbica y hostil, Lejos es una historia de amor protagonizada por personajes sin nombre: ese él, un hombre que huye de algo, que guarda un secreto [marca de la casa de Ribas] y se oculta en las sombras de la parte a medio construir de la urbanización, y ella, una mujer recién separada que toma somníferos con Campari y soporta una hipoteca en la zona habitada. «Personajes descolocados que viven una relación muy limpia. No quieren la carga del pasado y solo les importa el presente», apunta la autora, que ha regresado a su Barcelona natal tras 30 años viviendo en Fráncfort.

Por donde habita él pasan inmigrantes, ocupas, vagabundos, yonquis… Ella está rodeada de vecinos en adosados que organizan barbacoas y concursos de tortilla de patatas. «Pongo el énfasis en la convivencia de dos mundos extremos que son un microcosmos, un espejo de la sociedad, donde siempre hay un nosotros y un ellos y una comunidad que decide que nosotros somos un grupo y a los otros hay que echarlos. Donde se impone esa locura colectiva motivada por el miedo al desconocido, al otro, la xenofobia, por la defensa animal del territorio -señala Ribas-. En el fondo les tienen miedo. Temen convertirse en uno de ellos. Por circunstancias de la vida gente que tenía una vida más o menos asegurada acaba desahuciada. Las cosas se pueden torcer y puedes caer en un agujero».

«Quería mostrar cómo crece la paranoia y cómo nadie se pregunta qué son aquella gente que hay allá, en la parte a medio construir. Una masa de gente, una horda violenta, puede no tener ninguna empatía ante un niño con hambre que roba un trozo de tortilla», lamenta.

Una alegría forzada

En ese tensionado microcosmos de chalecitos, añade la autora de El pintor de Flandes, «es la comunidad de vecinos la que impone reglas y hasta las formas de ser y de vestir. Quien no acepta el juego queda fuera y ella siente el peligro de ser marginada. Pero los vecinos muestran una alegría forzada y antinatural, mantienen la apariencia de que se lo pasan bien. El mundo en que viven es un fracaso, han proyectado en esa urbanización sus ansias de ascenso social pero se han quedado en un limbo, están condenados porque económicamente, no pueden salir de allí. ¿Quién te comprará un piso que tú has comprado como de lujo pero que está a medio construir?».

La urbanización de Lejos la dejó sin terminar el promotor Fernando Pacheco y se inspira en un caso que se remonta a la crisis de 2008. «En 2013, viajé con unos amigos a Seseña, en Toledo, que vivió el escándalo del Pocero [Paco Hernández], que empezó a construir Nueva Seseña, un proyecto de lujo megalómano [de 14.000 viviendas] que incluía hasta un campo de golf, y desapareció dejándolo paralizado, sin terminar, sin alcantarillas, sin permisos… Veías alguna ventana iluminada, pero en el resto no vivía nadie. En Alemania también visité a otros amigos, que se mudaron con sus tres hijos a una urbanización donde subías la escalera y estaba llena de pisos sin puertas. Acabaron marchándose por miedo».

«Es la corrupción de la burbuja inmobiliaria, que sigue ahí. Son personajes como esos promotores, como ahora los comisionistas de las mascarillas. Ha habido y hay tantos que es un mal endémico a todos los niveles, hay pequeña y gran corrupción: en la policía, en la política… en todas partes», afirma.

Analiza también Ribas a través del protagonista «cómo alguien que no es corrupto se deja arrastrar». «Es un ejemplo de lo fácil que es dejarse llevar por la corrupción. En cambio de quienes huye sí se presentan como los típicos polis de novela negra. Ni él mismo se explica cómo tuvo esa debilidad porque no hubo amenazas ni fascinación. Igual que todos podemos llegar a matar en una situación determinada, todos somos susceptibles de caer en la corrupción porque está naturalizada».

La eutanasia también planea por la urbanización, vía Matías, un anciano que llegó a la zona deshabitada huyendo de sus hijos, que querían encerrarlo en una residencia. «Es cuestión de dignidad. Es tu vida, y de nadie más. Solo tú debes decidir cuándo y cómo marchar. Es la idea del respeto a la libertad individual. Gente que no quiere verse como un vegetal, que no quiere paliativos ni vivir enganchada a una máquina… Lo estamos viendo con Alain Delon: ‘dejadme en paz’ -recuerda Ribas-. Todos hemos visto a personas sufriendo muchísimo. Yo lo viví a través de una amiga muy querida. Espero que en España no haya vuelta atrás».

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