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La barbarie y Sándor Márai

La barbarie y Sándor Márai

La historia, ese crujido interrumpido, sometido una y otra vez, y con especial contumacia en este siglo, a los caprichos de la interpretación, siempre nos deja en sus manifestaciones más indóciles al borde de una demencia colectiva que tiene más que ver con la ingenuidad y con el papanatismo que con cualquier otro tipo de respuesta cabal. Ahora que las bombas restallan en Europa, justo cuando estábamos a punto de agotar la última pausa y volver a bailar el fox-trot, conviene no olvidar aquella sentencia de Walter Benjamin que liquidaba en pocas palabras el sueño del bienestar -que también engendra monstruos- equiparando todo intento de civilización con la barbarie y hablando de la condición, inevitable y larvaria, del horror. Benjamin, que al igual que Sándor Márai, se suicidó, si bien el primero con morfina, que es como se suicidan los filósofos, y el segundo pegándose un tiro, más propio de un poeta y de un escritor, sabía que toda paz persistente no es más que una chapuza y una reconstrucción silenciosa de la confrontación. Y que quizá no haya nada más obtuso que la necesidad de negarse a ver la realidad. Sobre todo, por las contrapartidas que entraña en términos de cura y prevención.

Mi abuelo, acaso el hombre más noble y pacífico que conocí nunca, solía contarme el asombro y la decepción que sintió su padre al inicio de la Guerra Civil. Y no porque viviera en una burbuja -en esos años, en la España agraria y enlutada no llegaba Disneyworld- sino por la transformación súbita de la clientela que frecuentaba su barbería; gente con la que, pese a sus naturales discrepancias, creía compartir un código moral sencillo y común, transformada de la noche a la mañana en tertulianos sanguinarios, ávidos de revancha, muerte, cuchillos, encarnizamiento y perversión. Una metamorfosis que es la música de fondo de El matarife, la primera novela de Sándor Márai, publicada en estos días en España por Salamandra con la traducción de Mári Szijj y José Miguel González Trevejo. Y quizá también del conjunto de la obra del escritor húngaro; no ya en la vecindad inquietante y hobbesiana de toda conciencia con la destrucción, sino en la disección sutil de una sociedad que tiende a acumular con indolencia su propia suciedad bajo la alfombra. Sin ni siquiera percatarse del momento en el que todo puede empezar a arder.

En este breve y a ratos deslumbrante libro, Sándor Márai, en su día acalorado antifascista y arrinconado posteriormente por los soviets bajo la desdeñosa etiqueta de burgués, aborda esa transición a la vileza, uno de sus asuntos dilectos, a través de la vida de Otto Schwarz, un joven amable y más bien tosco que un buen día queda hipnotizado contemplando el sacrificio de un buey. Y que, posteriormente, y en medio de una economía brutal y de supervivencia, de oficios rudos y violentos alivios sexuales, triunfa como soldado en la Primera Guerra Mundial, hasta el punto de tocar la gloria por su impavidez para actuar sin misericordia y reprimir salvajemente todo rescoldo de resistencia o insurrección. Un asunto que, atajado con la prosa a dentelladas y arrebatadoramente precisa de Márai, sirve al autor para dejar entrever dilemas que infortunadamente siguen de actualidad: la escalofriante laxitud ética con la que las acciones que más deploramos son potencialmente bienvenidas en función de quien sea la víctima y de nuestra adscripción ideológica o militante; la concomitancia entre los albañales de la pulsión erótica y la pulsión de la muerte; la miopía del patriotismo o la facilidad con la que nuestras mentes se adaptan a un entorno marcado por el embrutecimiento y la impiedad.

O la que probablemente sea la lección más irresponsablemente desaprendida durante los últimos cien años de historia: que los monstruos, ya sean Franco o Putin, no crecen tan lejos de nosotros mismos como nos gustaría. Tampoco en su declinación anatómica e instintiva. Y que permanecen, por lo demás, agazapados ahí; en los mensajes de odio, en los parroquianos de la barbería. Y hasta en los burgueses que con tanta precisión retrataría en sus novelas el propio Márai.

Somos polvo, mas polvo tan enamorado como virtualmente tóxico. Antes y después de las fake news; de nosotros depende no cerrar los ojos y contribuir en una y otra dirección. Con todos sus matices. Incluido el de no repetir de nuevo la historia y el de ser seres humanos capaces igualmente de lo mejor. Lean y vuelvan a la literatura de Sándor Márai; y no sólo por placer. De la barbarie, de su conmoción, de la olla a presión de la desigualdad, en teoría, también se sale. Tal vez, incluso, hasta construyendo verdaderamente cultura y civilización.

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