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Contra el orgullo de raza

Richard Wright. Carl van Vechten / Library of Congress

En un famoso ensayo sobre Hijo de esta tierra, titulado Everybody’s protest novel y publicado en 1949, el escritor James Baldwin criticaba la «rabia virtuosa» de su protagonista, el afroamericano Bigger, definido solo por su miedo y su odio. Cuando salió a la venta, en 1940, el best-seller de Wright fue objeto de lógica controversia, y parece que su potencial incendiario permanece intacto. Bigger es un asesino que no conoce de razas. Y aunque es evidente que Wright invertirá casi 600 páginas en demostrar que esa violencia es la consecuencia de la xenofobia sistémica de la sociedad norteamericana, no toma precisamente el camino más sencillo para hacerlo.

Contra el orgullo de raza

Sí, Hijo de esta tierra es una novela de tesis, y Bigger es un símbolo, el síntoma de una enfermedad que sigue soñando y creando monstruos. Para que ese símbolo cumpla las leyes de la semántica ideológica, Wright plantea varias preguntas incómodas. ¿Hay que obligar a los lectores a identificarse con un criminal, aunque los crímenes que ha cometido sean fruto del terror y de la cobardía? ¿No es acaso maniquea la confrontación de ese pánico a los conflictos de clase y de raza con el retrato de unas nuevas élites de izquierdas, que confunden la integración con la condescendencia? ¿No es discutible que tenga que ser un abogado blanco, comunista avant la lettre, el que explique a los lectores, convertidos ahora en jurado, lo que significan los actos de Bigger?

Hijo de esta tierra suscita esas preguntas sin otra agenda que la de comprometerse con una realidad compleja, en la que «doce millones de personas, en realidad, constituyen una nación separada, atrofiada, despojada y cautiva en el interior de esta nación, privada de derechos políticos, sociales, económicos y de propiedad».

Boris Max, el abogado defensor de Bigger, es judío y comunista, y por ello, por mucho que le estremezcan los actos del chico, no puede sino empatizar con su tragedia. En su alegato, que ocupa la parte central del tercer capítulo de la novela, Destino, oímos la voz de Wright, que luego, en un apéndice revelador, explicará la génesis de Bigger. En Max vemos encarnada la tradición demócrata de la era Roosevelt, la lucha por las libertades de una América que había sufrido los embates de la Gran Depresión y que ahora defendía, a capa y espada, como en una película de Capra, la necesidad de practicar una literatura con compromiso social. Max es el punto de vista externo que necesita Hijo de esta tierra para hacer tolerable a su protagonista, para humanizarlo y convertir su ira en una causa de fuerza mayor, en una causa que nos atañe a todos. Su discurso -que, obviamente, sometido a la lógica bipartidista de la justicia, encuentra su contraplano en el del fiscal general de Illinois- es, también, un encendido manifiesto a favor de la reinserción y en contra de la pena de muerte, en un país en el que esta sigue vigente en algunos estados. Max está construyendo un relato universal y atemporal, que bien podría prolongarse en el cine de Spike Lee, en series como The Wire, en la literatura de Colson Whitehead y en las protestas del #BlackLivesMatter. El modo en que Wright describe la violencia policial en la década de los años 30 es inquietantemente idéntica a la que leemos en los periódicos en 2022. La relevancia de Hijo de esta tierra es inaudita.

Las dos primeras partes de la novela, Miedo y Huida, sirven para dibujar el poliédrico perfil de Bigger Thomas. Wright confiesa que, a sabiendas de lo problemático de ese personaje que había ido creciendo en su mente a partir de modelos agresivos, marginales, desclasados y rebeldes que había conocido desde su más tierna infancia, su presencia se impuso como una toma de conciencia necesaria.

Claro, Bigger es hijo de siglos de esclavitud, pero Wright, que durante su escritura militaba en el partido comunista, lo entiende también como una encarnación de los fascismos -desde el nazismo al estalinismo- que están devastando Europa. Pegado a su individualismo irracional, atento a su nihilismo sin causa, el lector se impregna de la violencia de Bigger como quien tiene una piedra invisible en el zapato. Una de las grandes virtudes de Hijo de esta tierra es impedir que nos desprendamos de él. Por muy dura, antipática y hostil que sea la novela -y lo es, a veces casi en un sentido dostoievskiano, sin otra concesión a la galería que no sea la del subrayado de su mensaje-, nos hacemos con el lenguaje de Bigger, con su apetito de venganza, con su desvalimiento atroz, para que apenas haya distancia entre lo que pensamos de él y la materia misma de su conciencia. Porque Bigger Thomas «también era blanco, y había, literalmente, millones de él, en todas partes». Hay algo en él de ese individuo contemporáneo, anestesiado por el capitalismo, en la cuneta de la ética colectiva y la ceguera del pensamiento único, que resuena, en su grito desgarrador, en las vidas de una civilización tan agitada como la nuestra.

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