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La ambición de Goya

Personaje imprescindible de la pintura española, aunque ignorado durante un tiempo, el pintor es un exponente del arte más comprometido desarrollado desde el siglo XIX

El 2 de mayo de 1808 en Madrid o La lucha de los mamelucos, pintado por Francisco de Goya. información

Una tarde de enero, tras los cristales de su casa de campo, a las afueras de Madrid, a Goya le sobrevienen algunas imágenes de su vida, fuertes, indescriptibles, complejas, algunas, extrañamente placenteras. Observa con estupor las cosas que le han pasado, las buenas y las malas. La lucha por dominar el difícil arte del dibujo, observando, con admiración absoluta, las pautas de su maestro Velázquez. Un empeño complejo para una personalidad rebelde, para un artista fijo en sus propias visiones, obsesionado por esa necesidad de ser admirado cómo el primero, acaso el único. ¿Lo había conseguido? Su vida pasaba ante él como una sucesión acelerada de acontecimientos, entre el trabajo esforzado de la pintura y los constantes encuentros con las más importantes personalidades de la España de su tiempo, políticos, pero también intelectuales, mujeres poderosas y bellas.

Goya es un personaje imprescindible en la historia de la pintura, que, cómo no, ha sufrido de nuestra desmemoria. Ignorado durante un tiempo, en el que la complejidad de la verdad fue sustituida por el aplauso ciego al virtuosismo de pintores como Vicente López. Esto le cerró puertas importantes que le podían favorecer la ascensión en su estatus, en un contexto muy duro, pero su convicción y su esfuerzo le llevaron a ser pintor de la corte. La competencia con una pintura que él consideraba absurdamente realista, cuyo único valor era transmitir un mensaje de vacua perfección, no era nada sencilla. A pesar de todo, la vida en la corte llevó a Goya a reforzar su propio talento contradictorio, tanto en su vida como en su obra. Sus vaivenes en el ámbito de la creación estuvieron sujetos a las demandas del poder. La concreción de su propia visión se manifestó velada en la realización de pinturas, que representaban una sociedad falseada por la imagen que el poder quería imponer. Pero, qué podía hacer.

Velázquez seguía siendo ese referente obligado, aunque no siempre entendido. Discutía con él hasta el hartazgo, su legado era el de la excelencia, pero también el de la búsqueda, la duda, la reflexión, la libertad en la afirmación de unas convicciones propias. Un debate que lo alejaba de la adhesión gregaria a unas fórmulas imposibles, ficticias, convencionales. Durante años dibujó, grabó en plancha de cobre, toda la obra velazqueña, la leyó hasta la extenuación. ¿Le sirvió de algo? Sí, a través de este ejercicio abandonó toda lucha por el preciosismo técnico y conceptual del sevillano, y pudo aprehender un territorio nuevo, carente de secuencias de salón, aunque algunas tuvo que hacer.

El momento político, la revuelta social, el choque de diferentes concepciones de la libertad, de la cultura, también determinaron sus elecciones. Ahora ya estaba seguro, lo importante era vivir la calle, recoger en imágenes, como un notario, los hechos que movieron a una sociedad a levantarse en armas contra el poder, seguramente más culto. Se unió al pueblo para defenderlo de la ignorancia y para plasmar su desigual lucha, la compleja realidad de un pueblo, el suyo, para el que morir era tan solo un acto de valentía y de supervivencia.

Goya se aísla del mundo, ya no busca el contacto, la relación, dicen que debido a su enfermedad. Como a Beethoven, su sordera lo separa de la gente, de la realidad circundante, y se encierra más y más en sí mismo, entre sus temores y los demonios que tanto le han jodido en vida. Vive la cercanía de la muerte como un neurótico, contempla el estertor de los soldados y la plebe, su sufrimiento, su miseria, su estulticia. La barbarie le hace ser todavía más crítico con la soldadesca francesa, aquellos a los que ya no respeta, y con los otros, los sufridores del escándalo y la barbarie.

Todos vamos a morir, también Goya, pero él lo siente de otra manera. La realidad, que ha buscado durante toda su vida, lo ensombrece. Ya está cansado de saber cómo es la vida, la ha pintado y dibujado a lo largo de su tiempo. Ahora solo quiere dejar un testimonio de su visión de pintor, la que ha creado bajo sus propias normas. Descenderá a los infiernos y nos mostrará la vida, tal y como es, absurda, irracional, estúpida, pero real, mas como una realidad distinta. En sus manos, el lápiz, el buril, o el pincel, cuentan todo lo que ha visto y lo que no, lo que le han contado y, también, lo que ha imaginado sobre lo que somos los seres humanos. Servidumbre y banalidad, pobreza espiritual y desanimo al recordar lo que se ha sido.

El origen lo encuentra en el pasado clásico, como Velázquez, en la mitología grecolatina. Pinta un dios Saturno, que hace de padre que no entiende a ese hijo que ha removido los pilares de la tierra, para la guerra, para el desamor, para la distancia, para la muerte. Después, con el tiempo, salen, repetidos, observados, malmirados, los personajes de sus relatos contemporáneos: la monja, el cura salido, los búhos, los locos que parecen cuerdos, y los cuerdos que se miran en el espejo de la mentira más flagrante, también, esos seres entre galenos inexpertos, médicos o putas, o desequilibradas en burros volando…

En el final que él adivina, cansado ya de tanta vida, y después de algunos momentos terribles frente a un paisanaje que casi nunca le entendió, ha decidido marcharse en una diligencia hacia la Francia amiga, ¿amiga de qué? La frontera le espera con el frío de su invierno tras los Pirineos. Se le ha agotado la paciencia, se acabó la resignación. La soledad más terrible le espera en otro destino que Goya busca con la decisión del convencido, sin saber exactamente adónde va. Solo la huida hacia ninguna parte, como durante gran parte de su vida, buscando lugares que no existían, o que solo estaban en su mente. Pero decide que hay que marchar hacia un destino infausto, solo reflejado por el color de la oscuridad, de la realidad que impera en sus debates sobre la guerra y la muerte, que no es más que lo que ha escrutado, como ser humano y como pintor.

Goya suspira, anhela otra existencia distinta a la de esta España, tan loca y tan demasiado cuerda a la vez. Sus compatriotas son como los ha pintado, o quizá peores. Nadie sabe cómo es ese pueblo al que admira y al que quiere, pero que no entiende del todo. Sus últimos recursos son un prodigio de exaltación de los amores pasados, los que dicen que tuvo con la duquesa de Alba, difíciles de creer y quizás, su rebelión postrera ante su último gran cuadro, La lechera de Burdeos, el último retrato entre muchos últimos, pintados en pared.

Goya sabe recordar cuanto ha pasado, pues sabe quién es y quién fue. Sabe que la historia no le tratará mal, a pesar de sus desavenencias con el poder. Su discurso será mal entendido, por algunos o por muchos, pero con el tiempo se comprenderá. Cuando el paso de los siglos recuerde quién fue ese extraño pintor, que algunos dijeron que no sabía pintar. Hasta el punto que en su tiempo, doscientos años atrás, entre sus contemporáneos, solo algunos, ilustres o plebeyos, creyeron en él.

Pero, paradojas de la vida, hoy Goya es para el mundo del arte universal, sin lugar a dudas, el responsable del arte más comprometido e importante que se ha desarrollado desde el siglo XIX, luego vendría Picasso, la modernidad, pero esa es otra historia.

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