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Rafael Azuar

El poeta alicantino es autor de una obra importante en distintos géneros, cosa que no impidió que siguiera siendo un poeta

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El Ni está el mañana ni el ayer escrito de Machado parece ser verdad: sobre todo, en la historiografía literaria, en la que hay numerosos ángulos faltos de luz y no pocos envueltos aún en densa sombra. De ahí que el rescate y edición de autores y textos que contribuyan a iluminar creaciones literarias casi desconocidas sea tan necesario como encomiable. Y eso es lo que dos jóvenes y brillantes estudiosos -Rául Molina Gil y Manuel Valero Gómez- han hecho con la obra poética de Rafael Azuar (Elche, 1921-Alicante, 2002): una recopilación realizada con el máximo rigor posible y que pone un interesante foco de atención sobre el núcleo alicantino de primera posguerra (Vicente Ramos, Manuel Molina, el pintor Sempere y Azuar), sus revistas Renacer del silencio, Arte Joven e Intimidad Poética y, en concreto, sobre la poliédrica personalidad creadora de Rafael Azuar, cuya escritura se reúne, comenta y analiza.

Conocido, sobre todo, como novelista - su novela Teresa Ferrer (1954) empató a votos con otra de Ignacio Aldecoa en el concurso La Novela del Sábado; otra, Los zarzales (1959) fue finalista del Premio Planeta; y Modorra (1970) obtuvo el Premio Café Gijón-, Azuar es autor de una obra didáctica importante, así como de una serie de ensayos sobre distintos aspectos de la novela que prueban su solidez como teórico. Pero esa significativa y valiosa faceta suya no impidió que siguiera siendo un poeta, aunque no publicara demasiado y mantuviera entre 1955 y 1975 un casi absoluto silencio, interrumpido sólo por esporádicas colaboraciones en revistas. Su dedicación a la novela limitó sin duda su producción poética, que, sin embargo, no desapareció del todo, aunque quedó relegada a una función relativamente paralela, que explica ese desajuste entre el tiempo de su escritura y el de su publicación, así como el sentido antologizable que, según los editores, determina la reunión de sus poemas en colecciones más que en libros en sí. Estudiada por filólogos como Manuel Alvar, José María Balcells, Javier Carro, José Ferrándiz Lozano, Vicente Ramos, Manuel Ruiz-Funes y Manuel Valero Gómez, la poesía de Rafael Azuar se inicia bajo el influjo del romanticismo alemán (Hölderin) e inglés (Keats, Shelley), y del poema V de Catulo, visible en su «Vivamos».

Este primer libro suyo, Perlas del silencio (1944), trata temas mitológicos, ensaya la elegía y se autorretrata en su «Soledad sin luz». Poemas (1950) merece especial atención por su sentido simbolista del libro, entendido como unidad orgánica, su incursión en el poema en prosa -39 escritos en versículo bíblico- y su articulación en dos partes claramente separadas y definidas en su forma, según sea ésta en prosa o en verso. Si en la primera predomina el eco del neorromanticismo, en la segunda se hace muy patente la influencia del sensualismo del primer Juan Ramón y aporta los primeros atisbos de su cosmovisión («El hombre es la palabra; el mundo, la materia»), ensaya el romance y el poema dialógico como en «Maya», hace su personal tributo a Lorca y apunta hacia una expresión cada vez más concisa («Flor de la nada, perfume del silencio…») que alcanza su cima en «Me sobra con la fe». En La lucha elemental (1955) opta por el soneto, y la lira - aquel bajo la huella de Cervantes; éste, bajo la de Fray Luis de León y San Juan de la Cruz, con ecos de Gerardo Diego, como ese «ni a ser se atreve» de su «Carta a Josefina»-, busca la economía de lenguaje con aciertos como «la leve rosa del errante día» y su oda a Alicante, a la que llama «capital de la espuma/ y de las golondrinas». Destaca su soneto «Porque has venido a verme con dos alas», sufre la influencia de Miguel Hernández, y denuncia la presión bajo la que vive «cautivo y sujeto a la mordaza». Crónica y cantos que siguen al verano (1975) es un libro de cuño existencialista en la estela de Unamuno y de Camus, en el que tematiza «el mar absoluto de la nada», en el que hay poemas de fuste como el soneto «Desnudo», y en el que hace uso de la enumeración caótica sobre lo que también teorizará. Diario frente al mar (1985) es tan amplio como heterogéneo: en él vuelve al poema en prosa que había cultivado en sus comienzos, alcanza logros como «Cañaveral» y «7», «10» y «11»; e innova con una serie de composiciones en prosa, en las que abre las posibilidades del poema como en «Neruda», «Gil-Albert» o «Jorge Guillén», que, más que retratos líricos, son textos de crítica literaria. Ve en las palabras «el canto de las cosas».

Es, sin duda alguna, el mejor y más ambicioso de sus libros, pero también el que tiene menor unidad y al que le sobran- aunque su autor los incluyera- sus consideraciones sobre el cine de Ken Russell, los mecanismos comunes al sueño y al cine, sus reflexiones sobre el cuento o lo que llama «la tragedia del novelista», que, por muy abierta que sea nuestra noción del género literario, distan mucho de ser poemas. Por último, Victoria del amor (1995), poco aporta, salvo el soneto «Gris» y su homenaje a Alicante. Rafael Azuar fue un poeta que sufrió las consecuencias de vivir en la negra provincia y ser por ello una especie de desterrado en un país en el que todo estaba hipercentralizado. 

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