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Los mimbres deAnnie Hall

Los mimbres deAnnie Hall | ILUSTRACIÓN: PABLO GARCÍA

Si bien Woody Allen es ampliamente conocido por su actividad cinematográfica y por sus trabajos como dramaturgo, desde los años 70 ha venido escribiendo relatos de corte cómico. Su obra Sin plumas estuvo cuatro meses en la lista de más vendidos de The New York Times y lo consagró como un autor de ingenio, heredero de la comedia intelectual clásica de los Estados Unidos, y con querencia por el absurdo. Sus relatos, muchos publicados en revistas, se han ido compilando en diferentes volúmenes y han sido, con frecuencia, muy celebrados por la crítica. Se publica en estos días Gravedad cero, un libro de cuentos (aproximadamente la mitad de ellos publicados en The New Yorker) que arrancan con una de las marcas de la casa, la ocurrencia.

Esas frases, a menudo desopilantes, son como pequeñas delicias humorísticas con las que el autor va trufando los relatos. La primera frase del libro ya moldea el estado de ánimo del lector y lo ubica en el código cómico de Allen: «Cualquiera que alguna vez haya arrojado una cerilla encendida a la bodega de un buque cargado de municiones confirmará que el gesto más pequeño puede provocar una gran cantidad de decibelios». Estas ocurrencias son, afortunadamente, muy numerosas (como el pasaje en el que un encuentro con la Policía acaba «con el rebote de una porra contra mi coeficiente intelectual» o descubre que Mike Tyson tiene una casa con 18 habitaciones de huéspedes «para esas ocasiones en las que dos equipos completos de béisbol se presentan de improviso»), pero a menudo no consiguen elevar los relatos, muy penalizados por la caricatura y la moralina. Son muchos los cuentos demasiado esquemáticos, tanto en lo argumental como en la definición de personajes. Insensibles agentes inmobiliarios, productores de Hollywood sin escrúpulos, actores fracasados, escritores que anhelan llegar a Broadway pueblan estas historias que, si bien tienen destellos cómicos, a menudo resultan un tanto inanes.

También repite Allen, quizás con demasiada recurrencia, la estructura de los cuentos que, a menudo, parten de una noticia, un libro o una anécdota para construir el relato. Así, de la biografía de Peter Biskind sobre Warren Beatty en la que se narran sus infinitas hazañas de cama, crea la historia de una periodista y de un mujeriego y metódico actor que organiza su vida para ser productivo en las artes amatorias; o un anuncio de almohadas, que exagera sus virtudes, sirve de excusa para narrar las peripecias de un aguerrido explorador que encuentra una civilización con una asombrosa longevidad y cuyo secreto consiste en el sueño reparador de una almohada milagrosa. También, en uno de los relatos más flojos, toma una frase real de Miley Cyrus, en la que afirma que mantendría relaciones, siempre consentidas, con cualquiera menos con animales para, a través de una sosias de ficción, llevar al paroxismo esta idea e intentar demostrar -paródicamente- las debilidades de la cultura de lo políticamente correcto.

Poso agridulce

Asimismo, abusa de juegos de palabras en los nombre o apellidos de los personajes, que traducidos del inglés o del yidis significan escupitajo, arpía, chinche, abyecto o tiburón. Tal es la abundancia de este recurso que el traductor -que, por cierto, hace un trabajo excelente- incluye un amplio listado de los nombres con doble sentido en la nota de edición final. Mención aparte merecen la abundancia de relatos con animales. Desde una vaca, cultísima, que decide matar a un pomposo director de cine, hasta dos estafados por Madoff que, reencarnados en langostas, deciden atacarlo con sus pinzas, pasando por pollos que aprenden a escribir exitosas obras de teatro.

Con salvedades, la lectura de estos relatos iba dejando a este lector un poso agridulce. La prosa altisonante, la comicidad no del todo conseguida y un cierto aire a caduco, parecían presagiar que este era el ocaso literario de Allen. Sin tensión y con la gracia atenuada del chiste que ya sabes cómo acaba. Pero en el último relato, Crecer en Manhattan, se produce el milagro. Porque en este cuento postrero, considerablemente más largo que los demás, el autor abandona la brocha gorda para regalarnos un relato hecho con la misma sensibilidad con la que se tejió Annie Hall o Hannah y sus hermanas. Todos los elementos nos sitúan en una historia de Woody Allen: un joven dramaturgo en ciernes casado precozmente y enamorado de un Manhattan de película, una chica inalcanzable, una relación con inseguridades, celos y diferencias sociales pero, sobre todo, unos diálogos de humor sutil, sin estridencias. Todo funciona en este relato. La sensación leyendo este fabuloso cuento es que, por un momento, uno puede reencontrarse con el mejor Woody Allen. El que hace mucho tiempo que no vemos en las pantallas y del que, con esta altura, pocas veces hemos disfrutado por escrito.

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