Recuerdo perfectamente mi primer encuentro con el Paracuellos de Carlos Giménez. Yo era un ávido lector formado en aquella EGB de finales de los años 70, que innovaba explicando los diagramas de Venn mientras que los libros de texto de historia glosaban las maravillas de Francisco Franco y el régimen franquista. El dictador había muerto unos años antes, pero los libros no habían cambiado, aunque recuerdo cómo Don Miguel, el joven profesor de historia de octavo, ya nos avanzaba que las cosas no eran como nos las habían contado. Llegaba la democracia y nos dejamos llevar por la ilusión de muchos, pensando que el pasado era simplemente eso, lo que quedaba escrito en los libros. En esas, yo había comenzado el rimbombante Bachillerato Unificado Polivalente, pero seguía ansiando leer tebeos como un descosido, por lo que todos los sábados iba a la Biblioteca del Hospital a saquear la sección infantil. Tras devorar los Asterix, Tintines, Blueberrys y hasta los tebeos de extraterrestres de Erich Von Daniken, descubrí que no me quedaba nada, salvo una colección de extraño nombre, Papel Vivo, que no me arredró, sería la siguiente en la lista de lectura. El primero que cogí tenía una portada extraña para un tebeo: la gran cara de un niño de ojos inmensos, llorando, con un título que poco me decía de lo que iba a encontrar, Paracuellos. Pero yo me lo leía todo y abrí ese tebeo.

Lo siguiente de lo que tengo memoria es sentir el hambre y el dolor, las bofetadas, los castigos, el calor de los niños en patio. ¿Qué era eso que estaba leyendo? Nunca me habían contado nada de lo que había en esas viñetas, nunca me explicaron en clase lo que sufrió la España de la posguerra. Fue un shock brutal: esos niños de ojos grandes y llorosos me estaban contando una verdad de la que no se hablaba, me estaban diciendo que había una memoria olvidada y herida que se había escondido. Entonces no lo sabía, pero estaba leyendo una obra maestra con la que Carlos Giménez cambiaba el cómic y la historia de este país. Porque nadie se había atrevido a romper el estereotipo del cómic como un medio de entretenimiento infantil con una historia autobiográfica, porque por primera vez se daba voz a aquellos que no salieron jamás en los libros de historia, porque nunca antes se había hablado de un concepto que el dibujante construiría con su obra: la memoria histórica de este país. Paracuellos no tuvo mucho éxito en España, quizás porque nadie se arriesgaba a hablar en voz alta todavía, pero en Francia tuvo un reconocimiento instantáneo que favoreció no solo el éxito de la serie, sino que Giménez siguiera narrando su vida durante la posguerra en obras como Barrio, Rambla Arriba, Rambla Abajo o Los Profesionales. Contando historias pequeñas, en minúsculas, como dice el autor, precisamente las que componen la realidad cotidiana pero eluden protagonizar la épica de la Historia en mayúscula, aprovechando una capacidad magistral para trasladar sensaciones, emociones y sentimientos, para conseguir que nos pongamos en la piel de sus personajes.

Paracuellos ha seguido contándonos terribles historias del Auxilio Social, de esos lugares oscuros donde la luz de esos niños conseguía brillar pese a todo, que se han ido recopilando en tomos durante más de cuarenta años. Pero todo llega a su fin y Carlos Giménez ha decidido poner fin a la serie con la novena entrega, Un “hogar” no es una casa (Reservoir Books). El último, pero el primero que leemos como una larga novela en la que el autor mira al pasado de la serie y se despide de todos los personajes que por ella salieron, haciendo memoria de porqué se contó su historia, recordándonos que esa historia pasó y nunca se olvidará, cerrando la gran obra maestra del cómic español, una de las obras cumbre del noveno arte.

Y recordándonos a muchos que nos hicimos adultos leyendo a esos niños. Que descubrimos la verdad con sus historias. Que nos hicimos personas llorando con ellos.

Gracias, Carlos.