Hay que ser muy lúcido para asumir con una sonrisa que la vida siempre es un fracaso. Por muy larga y creativa que sea, como lo fue la de Andrea Camilleri (1925-2019), siempre acaba con la muerte. Riccardino es el sorprendente testamento con el que el escritor siciliano, después de treinta novelas, decide liquidar a su gran personaje, el comisario Montalbano. La escribió con ochenta años, catorce antes de morir, por lo que no pudo evitar que, a lo largo de esa prórroga vital, su personaje, siguiendo el modelo pirandelliano, se le impusiera y tuviera que escribir unos cuantos relatos más. Sin embargo, Camilleri se cuidó muy mucho de retrasar la publicación de Riccardino hasta el fin de sus días. Tal como había previsto, éste tenía que ser el último Montalbano, su legado literario. Lo acaba de publicar en castellano Salamandra.

La adaptación televisiva de las novelas protagonizadas por Salvo Montalbano fue, durante décadas, un éxito morrocotudo en Italia. En España, pasó sin pena ni gloria su estreno en La 2. Hasta que, sorpresivamente, en su reposición este año, ha cosechado un éxito sin precedentes en la historia de la cadena. En Riccardino, el Montalbano novelesco se pelea no sólo con el autor, que le importuna por teléfono o por fax, sino que indignado, también se enfrenta a la imagen que la serie televisiva ha creado de él mismo.

Como es bien sabido, Andrea Camilleri bautizó a su comisario como Montalbano, en homenaje a Manuel Vázquez Montalbán, auténtico padre fundador de la novela negra mediterránea. Una onda literaria que va de la Barcelona de Pepe Carvallo, a la Atenas del comisario Jaritos (Petros Markaris), pasando por la Marsella del exinspector Montale (Jean-Claude Izzo) y la Sicilia del propio Montalbano. Cuatro personajes en los que confluye la lucidez de la mirada descreída, la profunda desconfianza del poder, la solidaria benevolencia hacia las clases populares y la pasión por los placeres de la buena mesa.

Camilleri cierra su ciclo dejándonos a un Montalbano que se las tiene que ver con un obispo que lleva en el ADN la memoria de la Santa Inquisición. Un Montalbano que sabe que los curas nunca dicen nada carente de significado. A los que nunca les puedes decir que estás a su disposición porque te joden vivo. Y que, según su naturaleza sacerdotal, piensan como avanzan los cangrejos, de lado. Miembros de una iglesia que desde hace siglos dirige Italia, toleran a la Mafia en connivencia con los políticos católicos, aquí representados por un subsecretario de justicia apellidado Saccomanno, que en italiano significa algo así como un saqueador. Un Montalbano que nota en la boca el regusto amargo de la mantequilla y del pescado podrido, el sabor de la derrota.