No se me confundan: el tebeo moderno siempre ha sido adulto por mucho que el estereotipo haya ligado la historieta a la juventud y la infancia. Las expresiones artísticas que son consensuadas por los teóricos como inicio de lo que entendemos actualmente como cómic, desde la obra de William Hogarth a la literatura en estampas de Rodolphe Töpffer, eran sátiras que no estaban precisamente dirigidas a los más pequeños, sino a un lector ya formado, como lo era el Yellow Kid de Richard F. Outcault mostrando la vida de los suburbios de las grandes ciudades americanas para espanto de las clases altas que la denostaban como «prensa amarilla». Pero es cierto que, pese a todo, el cómic quedó casi recluido en una consideración de arte menor, de expresión de segunda solo aceptable para el lector infantil en un largo periplo por el principio del siglo XX que tendría en la Argentina de los años 50 una de las primeras voces rebeldes reclamando una lectura adulta de las viñetas. Junto a dibujantes como Hugo Pratt, el guionista H. G. Oesterheld creó obras que, desde el género, buscaban una reflexión muy alejada del simple entretenimiento: Sargento Kirk (1953) o Ernie Pike (1957) transgredían los cánones y las imposiciones para reivindicar el medio como válido para la denuncia, pero sería El Eternauta, junto al dibujante Solano López, la que marcaría un antes y un después. El 4 de septiembre de 1957, las páginas de Hora Cero Semanal acogerían una obra completamente diferente, que podría pensarse una historia de ciencia-ficción más, pero que el guionista argentino reconvirtió en magistral reflexión sobre el ser humano desde la renovación del género. La aventura ya no era narrada desde la mirada del héroe, sino desde la de un extraño y misterioso viajero del tiempo, Juan Salvo, que se encuentra con el guionista y le cuenta con todo lujo de detalles la futura invasión extraterrestre de Buenos Aires. Era un punto de partida inédito para la historieta: el autor forma parte de la trama en un ejercicio metaficcional que rompía las reglas del juego tradicional del narrador omnisciente de la aventura. Pero el desarrollo de la trama resulta todavía más inhabitual: frente a la tradición de la invasión extraterrestre derivada de Wells, es evidente que Oesterheld miraba más a la literatura o el cine emergente entonces que encontraba en el género una vía para la reflexión crítica, aportando un giro inesperado al enclavar su análisis en el efecto sobre la realidad cotidiana y sobre todo, coetánea. La imagen sobrecogedora de la nieve cayendo sobre la capital porteña deviene en un poderoso icono que transformará la vida de los bonaerenses, que el entintado sucio de Solano transforma en un peligro escondido tras una imagen bucólica ante el que la épica del todopoderoso héroe campbelliano deja de tener sentido para descubrir la figura del héroe colectivo, la heroicidad anónima de la resistencia. El escritor, de compromiso político indudable y militante que le costó la vida tras el alzamiento de Videla, transforma la invasión en un ejercicio de reflexión continua sobre el ser humano, sobre esos límites que una persona está dispuesta a sobrepasar para proteger su vida, pero sobre todo en la idea de sociedad como unión de individuos y qué aporta el grupo al individuo: la coralidad de El Eternauta es mucho más que un recurso argumental, es poner a prueba el sentido del gregarismo humano en un mundo donde el imperialismo ha dejado sus egregias formas tradicionales para abrazar el liberalismo como corona y marca. Obra de lectura imprescindible, vuelve a las librerías españolas en una nueva edición de Planeta Cómic, con un cuidado trabajo de restauración y mejora que permite volver a emocionarse con la epopeya escrita por Oesterheld y dibujada por Solano López.