El caminante

Música en el lejano Oeste

Manuel Muñoz

Bajo un cielo azul, el verde del campo se ve interrumpido por el gris de los cercados de piedra y de los barruecos, que emergen en caprichosas formas graníticas. Las encinas dibujan figuras en negro y verde grisáceo, mientras grupos de vacas ponen manchas blancas o pardas sobre la hierba. Nos acercamos a Cáceres en un tren cuya baja velocidad, reiteradamente criticada en protestas públicas, permite la serena contemplación del paisaje. La ciudad extremeña ofrece un extraordinario centro histórico amurallado, Patrimonio de la Humanidad, donde el tiempo parece haberse detenido en el siglo XVI. Aunque no tiene el reconocimiento que merece, en los últimos tiempos acuden grupos de jóvenes atraídos por el lugar donde se ha rodado la serie Juego de Tronos. Otros buscan el prestigio gastronómico de algunos restaurantes enclavados en el singular emplazamiento.

Probablemente para atraer la atención sobre esta joya del lejano Oeste español, la Fundación Atrio ha celebrado la primera edición de un festival, Atrium Musicae, cuyo director, Antonio Moral, considera «de bolsillo». Un bolsillo heterogéneo, pues en tres días hay un concierto de gregoriano y polifonía, otro de órgano, un recital de canto y piano, otro de violonchelo y una sesión de cuarteto de cuerda.

El concierto de apertura permite admirar las esbeltas columnas, coronadas por bóvedas de crucería, en la concatedral gótica de Santa María, donde el coro masculino Schola Antiqua alterna composiciones religiosas y goliardescas. Ni en ese concierto ni el del día siguiente, con Daniel Oyarzábal al órgano, la calidad de la música y la belleza del templo consiguen evitar que los pies, sobre el suelo de piedra, acusen las bajas temperaturas. Por la tarde, el ciclo elegido, Winterreise (Viaje de invierno) de Franz Schubert, describe un ambiente gélido, que el barítono Manuel Walser, acompañado al piano por Alexander Fleischer canta en el Gran Teatro con voz cálida, clara dicción y un tiempo más moroso del habitual.

Con obras de Haydn, Mozart y Schubert, el Cuarteto Cosmos cierra el festival el día siguiente en la iglesia de San Juan Bautista, situada extramuros. Por la mañana, la chelista Iris Azquinezer toca en un violonchelo de bello sonido la Tercera suite de Bach a escasos metros de un gigantesco Cadillac negro de los sesenta, rodeado por pilas de bocadillos envueltos en papel de periódico. Diría con Lautréamont que es «bello como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas». Estamos en el Museo Wolf Vostell, que ese artista plástico alemán, impulsor de la tendencia conocida como Décollage, estableció en Malpartida en 1976. Es un antiguo lavadero de lanas en un aislado entorno natural. Afuera se puede ver una gigantesca escultura de Vostell: un cohete espacial clavado en tierra que atraviesa dos automóviles. Unas cigüeñas han anidado sobre los coches y contemplan con aparente escepticismo el grupo humano que, tras el concierto, disfruta en la terraza de un vermut y del sol que ilumina un lejano Oeste frío y solitario.