El lado oscuro de la condición humana
Redacción
¿Qué interés tendría David Lurie, protagonista de Desgracia de J. M. Coetzee si fuera un dechado de virtudes? Sus errores y debilidades pueden despertar antipatía, pero lo humanizan. Si podemos convenir que una de las finalidades de la ficción es provocar sentimientos en el lector, quién se queda impasible ante la crueldad que emana de Claus y Lucas, de Agota Kristof. Estos personajes, frecuentemente al borde del abismo vital, tienen un magnetismo mayor que aquellos que se mueven en la (no nos engañemos) aburrida línea de la rectitud. Asimismo, sirven, a menudo, como instrumento de reflexión o denuncia. Como muestra, en Queridos niños, la última novela de David Trueba, Basilio, cínico e indecente asesor electoral, sirve, de modo irónico, para poner de manifiesto las bajezas y mediocridades de la política y, de paso, de los electores.
El inacabable inventario de personajes de dudosa moralidad, sin necesidad de ser villanos, nos obliga a tomar partido, a decidir si nos dejamos fascinar o empatizamos con ellos, pues a menudo sufren tanto como daño infringen. Incluso en ficciones audiovisuales como Los Soprano, quizá por el injustificado romanticismo que rodea a la mafia, el espectador acompaña al protagonista y tiende a estar de su lado, cuando su comportamiento debería horrorizarle.
Esta figura irritante y plena de imperfecciones es imprescindible como alimento literario porque sus rugosidades nos sitúan en una posición incómoda y hacen que nos planteemos nuestros propios valores en tanto que los defectos de los personajes (no en el mismo grado) son nuestros propios defectos. No somos los yonquis de Trainspotting, ni el padre desnortado de Sukkwan Island, pero sus flaquezas son universales y todos albergamos el temor de estar alguna vez en el borde del precipicio, y en el fondo sabemos que, con todo lo que nos separa, no estamos tan distantes.
Es indiscutible que no podemos evitar sentir devoción por la imperfección. Incluso la novela policiaca ha ido abandonando al héroe por una versión (el antihéroe) menos impoluta. Y es que, por mucho que admiremos a personajes luminosos, hay pocas cosas tan sugestivas como adentrase en el cuarto oscuro de la condición humana.
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