Entrevista | Antonio Soler Escritor

Antonio Soler: «Me dijeron una vez: Qué bien conoces a los débiles. Es que soy uno de ellos, contesté»

Juan Cruz entrevista al escritor y guionista de televisión con motivo de la publicación, 17 años después de su primera edición, de la novela El sueño del caimán.

Antonio Soler. gregorio marrero

Antonio Soler. gregorio marrero / porJUANCRUZ

Juan Cruz

Es pausado, seguro, como su literatura. Fue atleta, de ahí su pasión por el ritmo, por esa especie de sintaxis que ha hecho de su músculo literario una música precisa, insobornable, que no se anda por las veredas de la especulación o el espectáculo. Libros suyos han sido llevados al cine (El camino de los ingleses, que dirigió su paisano, y amigo, Antonio Banderas) seguramente porque su escritura, que es como de riscos perfectos, no se detiene en circunloquios sino que se basa en imágenes, como su imprescindible Sacramento (Galaxia Gutenberg), en el que un sacerdote de la posguerra, un tipo real, malagueño como él, muy influyente en la feligresía femenina, hizo del confesionario y el púlpito escenario de sus orgías sexuales. Son imágenes y hechos cuya combinación es una literatura exigente, cortada como a cuchillo, a la que hace poco se añadió un libro que salió hace años pero que apenas tuvo distribución: El sueño del caimán, en el que restalla como un dolor la herencia fatal que los perdedores de la Guerra Civil recibieron de los duelos de la contienda. Como en los libros, y como en la vida real, de lo que dice Antonio Soler no sobra nada. 

Esta frase aparece al final del libro: «Escribo todas las palabras que puede dejar tras de sí un hombre». Supongo que no es solo el personaje quien lo dice, también el escritor.

Sí. Es una especie de mixtura entre lo personal y el personaje. Cuando escribí esta novela tenía 49 años y me imaginaba a un individuo al que le habían ido las cosas bastante mal y tenía unos 20 años más que yo. Ahora que estoy más cerca de esa edad, veo que a lo mejor me precipité en el estado anímico, pero en ese momento quería que su vida fuera una especie de páramo. Aunque el libro no es muy extenso, ni sus palabras un gran torrente, quería cerrar así el balance de una vida. Mi estilo sufrió como una contracción, se desprendió de adornos e intenté ir más al núcleo de la historia.

¿Eso tiene que ver con la manera de afrontar su propia vida?

Sí. Porque tengo personajes que comparten mi mirada del mundo. Sin duda. El niño protagonista de Una historia violenta, que no se siente en armonía con lo que ve, que no sabe cuál es su papel en esta obra de teatro que es la vida, es mi mirada. Esa mirada de desconcierto es la que yo tenía cuando era niño. En novelas posteriores también hay algún personaje que tiene que ver conmigo. No necesariamente el protagonista. En Sur, por ejemplo, un secundario tiene que ver mucho con mi etapa de juventud. Es un hombre que se va acercando a la escritura, no solo como medio de vida sino como algo vital. La literatura me ha servido para armonizarme con la sociedad, con el mundo. Ha sido un elemento vital. Es el conocimiento de mí mismo y el conocimiento de los demás.

¿Por qué escribe con esa profundidad?

Es una exigencia. Lo fundamental de la literatura no es el qué sino el cómo. Yo siempre pongo un ejemplo: dos personas se enamoran, pero sus familias están enfrentadas y los obligan a separarse. Esto puede ser un culebrón venezolano o puede ser Romeo y Julieta. Lo fundamental es cómo se va a contar y qué va a revelarse de los seres humanos. Yo nací a finales del 56 en Málaga, que había sido muy represaliada, dentro de una familia republicana, mi padre estuvo en la guerra. Esto era lo que me contaba mi abuela en mi infancia y no sé si eso contribuyó a la extrañeza con el medio que me rodeaba. En los 60 había que aceptar al régimen, recuerdo el referéndum sobre el apoyo a Franco y un vecino diciéndole a mi padre: ¡pero cómo vas a votar no! Recuerdo también que mi padre pegaba los sellos de Franco en los sobres con un puñetazo, para darle. A mí nadie me decía nada, pero un cura iba a mi casa y preguntaba por qué no íbamos a la iglesia. Mi familia era laica y… todo eso conformó un deseo de saber de dónde provenía el desarraigo familiar en el entorno. Mi desarraigo era doble: el natural, de niño que no comprendía muchas cosas de los adultos, y el social, porque mi familia estaba desconectada de lo que nos rodeaba.

¿Hasta qué punto sus libros son su autobiografía?

Después de los primeros titubeos por encontrar mi espacio narrativo, empecé a tomar conciencia de que yo era el notario de mi familia. El que iba a dejar constancia de una serie de personas que no habían dejado noticia de lo que fueron e hicieron, como yo pensaba que merecían. En una ocasión me dijeron: qué bien conoces a los débiles. Y yo contesté: es que soy uno de ellos.

¿Cuáles son los libros que explican de manera más fiel lo pasado?

Quizá El nombre que ahora digo. Porque transcurre durante la Guerra Civil tal y como la vivieron mis padres y mis abuelos. Ahí está mucho de lo que me contó mi abuela. Episodios dramáticos y aventuras. Persecuciones, fusilamientos. Y luego está Sur, por lo que tiene de algún personaje muy cercano a mí y al mundo que he ido atravesando. A veces, hablando con amigos burgueses, me da la sensación de que tienen un conocimiento fallido. Porque hablan de otro mundo, que yo he conocido, como turistas o personas que han visto documentales pero que no tienen un conocimiento real.

En sus libros también hay una ambición estética, pienso en Apóstoles y asesinos. ¿A qué se obligó en ese libro en particular?

Fue un acto de exigencia y de disciplina y me obligué, fundamentalmente, a no inventar nada. Claro, si no inventas nada parece que estás escribiendo un libro de Historia. Por eso la dificultad de mantener el pulso de un novelista. Entonces utilicé descripciones de personajes y de ambientes, metáforas… pero sin inventar. O por lo menos considero que eso fue lo que traté de hacer.

¿Qué consecuencias tiene para usted lo que se exige al escribir?

Yo me exijo dar el máximo en cada momento, no dar por bueno algo que me parece endeble. Yo fui atleta de competición y, siempre que salía a correr, sabía que no iba a romper el récord del mundo. Pero corría como si lo fuese a romper. Y ese es el mismo intento que me lleva a escribir. Siempre dar lo máximo y corregir lo que hago y no dar por bueno algo que ha salido fácil, sino volver a revisarlo. Un amigo editor me dijo que una chica que quería ser editora le estuvo haciendo preguntas sobre el oficio y él le dijo que había diferentes tipos de autores: están los que les puedes tocar cosas del texto y los que, si les tocas algo, se cae todo. Y al decir esto, le contó sobre mis libros. Pues… sí: es lo yo que intento.

Bueno, ahora también hay editores que parece que no le prestan mucha atención al libro.

Sí, es verdad. Hay casos en los que se nota. El nivel de inmediatez en el que vivimos tiene esas cosas. Y, además, parece que hay una gran confusión en el panorama literario.

En fin, El sueño del caimán ha vuelto. El tono está en muchos de sus libros. ¿Ha sido a propósito?

Antes de empezar a escribir cualquier novela pienso mucho en cuál sería la estructura más adecuada. Con El sueño del caimán me parecía que la indagación máxima era desde el interior del personaje, sobre el hartazgo de un país cansado de no dar por finalizada la guerra. En 2005, cuando lo escribí, parecía que eso ya era cuestión de personas mayores que habían vivido la guerra o que eran hijos muy cercanos de la guerra. Lo curioso es que, 17 años después, todo eso está muy vivo por la utilización política de un hecho histórico como es la Guerra Civil. Ahí hay un gran error político. Eso de no dar por cerrado el conflicto está avivado por sectores que ojalá desaparezcan pronto, pero de momento parece que no.

¿Qué supone eso para este país en la actualidad? Ese recuerdo avieso de ganadores y perdedores.

A mí me parece un lastre enorme porque no dar por buena la Transición, que obviamente no fue perfecta, pero sí muy útil, nos perjudica mucho como sociedad. No cerrar un hecho histórico como la Guerra Civil, también. Porque no hacerlo implicaría que hoy le estuviéramos pidiendo cuentas todavía a Francia por la invasión napoleónica o a Italia por la invasión romana. Hay muchos países que ponen como ejemplo a la Transición española. ¿Por qué no nos damos cuenta de eso?

Hablar de gente como el brigadista de este libro es una manera de describir a este país.

Sí, yo creo que esa es una de las funciones de la literatura. De hecho, un lector me preguntó si un personaje estaba inspirado en Jorge Semprún, pero… al escribir yo no pensé en nombre y apellidos concretos.

Uno de los personajes evoca una linterna para alumbrar la oscuridad de lo que está contando.

Sí. Pero es una postura bastante cínica, porque también cuenta que cuando estaban en el campo y, por la noche, daban la linterna y encontraban pájaros dormidos, uno disparaba para matarlos. Y eso también era lo que se hacía entonces con la gente, ¿no? Eso sí, él dice: yo no disparo, yo solo enciendo la linterna. Por eso digo que es una postura cínica. Es una forma de lavarse las manos. Pero es tan responsable el que enciende la linterna como el que dispara.

Otro dice: «Antes de que yo viniera al mundo todo era mejor». Parece una frase de Antonio Soler.

Sí (ríe). Sí, claro. Eso forma parte mi historia personal. Es algo que yo he pensado: cuando yo nací en mi familia hubo cierto declive, o por lo menos el mundo idílico de mi familia pareció romperse un poco después de que yo llegara.

¿Cuánto de usted hay en los libros que escribe?

El cien por cien. Incluso los personajes con los que no comulgo tienen una mirada que es la mía. Eso sí, yo intento que no haya un juicio o una condena, intento que haya una compasión cervantina con todos. Al final, escribes de lo ajeno pero desde tu propia subjetividad.

Al final de este libro hay una resurrección de la primavera. ¿Es realmente así?

Sí. Al final del periodo oscuro de la dictadura, con la llegada de la democracia y luego con el desencanto y más tarde con la normalización de los problemas lógicos de una democracia, había lugar para cierta esperanza. Luego hemos visto que hay elementos extremos que ahondan en el enfrentamiento, pero, salvo eso, socialmente podemos estar medianamente satisfechos.