Terenci, nuestro Truman Capote

Hoy se cumplen 20 años del fallecimiento de Terenci Moix, el autor de El día que murió Marilyn. Dos décadas de un lento e injusto declive solo achacable a la conjunción de varias causas: el esnobismo del mundillo literario, la falta de reivindicación tanto de la cultura catalana como de la española, su voracidad de premios bien remunerados... Pero sus libros y su talento bastan para reivindicarlo con ímpetu

Terenci Moix.

Terenci Moix. / porMalcolmOteroBarral

Malcolm Otero Barral

El lugar que ocupan los autores en la posteridad es caprichoso y, muchas veces, tardío. Con frecuencia resurge el prestigio cuando se difuminan los ecos de la propia biografía y puede uno adentrarse en la obra sin el peso de las peripecias vitales del autor. Hay literatos, sin embargo, que suben al podio de modo casi inmediato. Otro ejemplo es el de Roberto Bolaño, al que, además, una obra póstuma de la magnitud de 2666 apuntaló su prestigio y le procuró un amplísimo reconocimiento mundial. Otro caso es el de Jorge Luis Borges, que no ha dejado de ser nunca el gran referente de la literatura argentina. Hay muchos de estos nombres, de inmenso prestigio en vida y que mantienen, por pleno derecho y sin solución de continuidad, toda su importancia tras su fallecimiento.

Hay otros que precisan del paso del tiempo para ser reivindicados. Ese sería el caso de Manuel Chaves Nogales, al que los denodados esfuerzos de algunos intelectuales y quijotescas hazañas editoriales, como la de la Diputación de Sevilla, que publicó su obra completa -narrativa y periodística-, fueron allanando el camino para que hoy sea un autor recurrentemente citado, bien editado y ampliamente leído. Pero no todos tienen esa suerte. Ni siquiera autores tan respetados como Manuel Vázquez Montalbán, pese a reiterados intentos de recuperación y de reivindicación, incluyendo nuevas ediciones, consiguen paliar el lento e injusto declive de su memoria. Parecida es la trayectoria póstuma de Francisco Umbral, omnipresente en la vida cultural y periodística de nuestro país, que tiene fundaciones y premios con su nombre, pero cuya nombradía pierde peso, aceleradamente, con el paso de los años.

Hay otro caso, más flagrante aún, el de Terenci Moix (Barcelona, 1942-2003). Su inmensa popularidad, su aparente frivolidad y su perfil televisivo hicieron que, ya en vida, la intelectualidad de su tiempo no fuera generosa ni le concediera el lugar que podría haber alcanzado. Autor de ventas millonarias, su caso responde a ese odioso lugar común del autor devorado por el personaje, pero eso se circunscribe más al perfil público que al escritor. Es cierto que la trituradora popular olvida lo que previamente ha ensalzado a velocidad de vértigo y que eso es común a casi todas las celebridades catódicas, pero es que Terenci no era, en esencia, una socialité, por mucho que supieran de él personas que nunca lo leyeron o incluso que no habían leído libro alguno; era un escritor moderno, de gran potencia narrativa, que asumía riesgos y que, en un momento gris de la historia social, política y literaria de nuestro país, supuso una ventana de aire fresco y casi huracanado.

El motivo de la falta de atención a la obra de Terenci por muchos de sus colegas y parte de la crítica no puede achacarse, sin embargo, solamente al esnobismo del mundillo cultural ni al desprecio por el éxito comercial propio de nuestros literatos. Tampoco a que su desmedida mitomanía cinematográfica, sus excentricidades y sus pasiones alejandrinas no parecieran ajustarse a los cánones de un escritor de orden.

En tierra de nadie

Terenci vivía entre dos culturas literarias, la catalana y la española, y ninguna lo acababa de reivindicar como propio. En el excelente libro de Juan Bonilla sobre el escritor y su obra, El tiempo es un sueño pop, se cuenta que en una encuesta en un periódico por la Feria de Fráncfort de 2007, dedicada a Catalunya, en una lista de medio centenar de obras del siglo XX ninguna era de Terenci. Y eso pese a que Pere Gimferrer había dicho que El sexo de los ángeles era una de las principales novelas de la literatura catalana moderna y la principal aportación de su generación a la cultura en catalán. Y de que se había alzado dos veces con el premio Crítica Serra d’Or, con el Víctor Català (rebautizado como Mercè Rodoreda) y con el Lletra d’Or. Esa desafección de sus semejantes se debe en parte a que, con ciertos autores y obras, algunos tienen la sensación de que pueden tener una opinión condescendiente, si no negativa, sin leer sus textos. Y ni la cultura catalana ni la española lo reconocieron como propio, quedándose en tierra de nadie.

Su excesivo nivel de vida (Bonilla relata la sorpresa de Luis Antonio de Villena al comprobar, en un verano ampurdanés, los excesos económicos de Terenci) le forzó a ganar numerosos premios comerciales, tanto en catalán como en castellano. A saber, el Planeta, el Fernando Lara, el Ramon Lllul y el Josep Pla. Esta acumulación de premios alimenticios tampoco ayudó a recomponer su reconocimiento, más bien al contrario, por más que a otros autores se les ha perdonado esta voracidad de premios bien remunerados.

El novelista de Barcelona

Pero si nos adentramos en su obra, observamos a varios escritores notables en uno. Por un lado está el Terenci cuentista. Seix Barral recopiló sus cuentos en una sola obra a su muerte y en él se incluyen el volumen La torre de los vicios capitales (La torre dels vicis capitals), su primer libro de ficción, de 1967 sin contar alguna incursión, menor y de género, previa. Estos relatos rezuman libertad y dan muestra de su prematura destreza a pesar de que no se consideró a sí mismo como tal hasta El día que murió Marilyn. Fue censurado y algunos cuentos no pudieron incluirse. En el caso del relato El temps de una cigarreta al final lo pudo publicar en una revista, pero con un cambio sustancial: la relación homosexual tuvo que mutase en heterosexual. Incluso hubo presiones de la editorial Selecta por cambiar la imagen de la cubierta, aunque al final el autor pudo imponer su criterio. El libro fue un éxito, pese a las reticencias de la editorial para reeditarlo, y logró elogios del entonces santón de la crítica, Rafael Conte, y de escritores consagrados como Llorenç Vilallonga.

Luego llegaron sus primeros y verdaderos inicios en la novela. Olas sobre una roca desierta que adolece de las imperfecciones propias de un novelista incipiente, padece de monólogos excesivos y ciertos pasajes demasiado morosos, pero es una novela que a veces parece no serlo y que está llena de fogonazos de talento. Ya aquí Terenci se sirve de su propia biografía para construir el relato, un tanto desordenado pero cautivador. Este libro lo catapultó y fue la antesala de la que es su mejor novela, El día que murió Marilyn. La novela tuvo una vida curiosa, escrita inicialmente en castellano y presentada al Nadal, no ganó. El ganador fue Alfonso Martínez Garrido, joven escritor que después fue corresponsal de prensa de cierto renombre. Tampoco parece que a él la posteridad le haya tratado bien. La novela que no logró el galardón se llamaba originalmente El desorden. La tradujo, modificó y amplió. De hecho, fue objeto de mejoras durante años, hasta hallar su edición definitiva, quizá sabiendo que era esta obra por la que había de ser admirado con el paso del tiempo.

Por fin el eco y el aplauso

En El día que murió Marilyn, los personajes y los hechos se parecen mucho a los que el autor describiría en sus memorias. Pero los matices son importantes. Por ejemplo, su primo Cornelio, homosexual y adinerado, aparece en las memorias con mucha ternura, mientras que en Marilyn, trasmutado en Arturu, es algo pelma y el novelista lo ridiculiza y lo rebaja. También en Marilyn aparece ese padre licencioso que se parece mucho al padre aficionado a los prostíbulos que nos ofrecía en tus textos memorialísticos. Hay más elementos en común, como el hermano enfermo y los pecados de la madre en esta obra de dos generaciones que refleja la posguerra edulcorada a los niños y el progreso de clase, que no se produjo en realidad, de una familia. Esta novela torrencial es una de las mejores de Barcelona, profusamente tratada literariamente durante el último siglo y un fresco impactante de la vida familiar difícil y frustrante en unos años grises. Y aquí sí logró el eco y el aplauso. Bonilla recoge reacciones como la de La Vanguardia que reza: «Una gran novela, especialmente dedicada a los nacidos y educados en los tristes y duros años 40. La labor de Terenci Moix ha sido y es la de dar testimonio de su generación».

La producción de Terenci se completa con una obra extensa, en que resaltan, entre otras muchas, Mundo macho (Món mascle) y la premiada No digas que fue un sueño en narrativa, y los dos volúmenes de memorias El peso de la paja (reeditados recientemente en uno solo). También su erudición cinematográfica y sobre el cómic se trasladó a numerosos libros. Pero los elogios fueron menguando a medida que el personaje entraba estrepitosamente en la cultura popular. Y coincido con los que dicen que Terenci era nuestro Truman Capote patrio, quizá sin el alcance de una obra como A sangre fría, pero con los libros y el talento necesarios para ser reivindicado con mucha más fuerza. Este 2 de abril se cumplen 20 años de su muerte. Ojalá que la efeméride sirva para colocar a este autor desbocado en el lugar del que nunca debió salir.

Un autor de dos lenguas

Terenci Moix, que vivió entre dos culturas y dos lenguas, no tuvo de ninguna el reconocimiento merecido. Empezó escribiendo en catalán aunque mantenía, algo poco creíble, que escribía también en inglés. Al presentarse al Nadal y no ganar, el editor Josep Vergés justificó la decisión del jurado con una cuestión lingüística: «Su novela tiene un fallo fundamental: no se sabe en qué́ idioma está́ escrita. Ni es castellano ni es catalán, tiene que decidirse, y dado el mundo que retrata y los personajes que utiliza, ganaría mucho si la escribiese en catalá́n». Así lo hizo y pasó a ser la lengua de buena parte de su obra. Sin embargo, se le criticaba su catalán poco normativo. Y es que, aunque siempre colocó entre sus libros favoritos L’Atlàntida de Jacint Verdaguer, casi no había leído en su lengua materna y desconocía por completo la cultura catalana.

Tras hacer caso a Vergés, presentó el libro a Francesc Vallverdú, de Edicions 62, que no lo publicó por su extensión (500 páginas) y por sus errores gramaticales. También intentó sin éxito ganar el Sant Jordi. Muchos de los lectores de las editoriales además aducían que estaba escrito en barcelonés y que eso penalizaba el libro. Pero le llegó el éxito con sus relatos y las tornas cambiaron. Hasta cinco editores se interesaron por la novela. Cuando se publicó, los críticos repitieron que era la mejor novela catalana de la década. Esto podía denotar la bisoñez o la extrema prudencia de los editores, pero realmente nos habla de cómo Terenci siempre entraba a regañadientes en el establishment cultural catalán. Entró cuando ya era inevitable y enseguida se lo arrinconó en la sombra del olvido.

Tampoco la cultura española lo ha tratado mejor. Cuesta hallar quien lo reivindique, aplastado por su imagen frívola y obviando sus contribuciones literarias. Ni siquiera en el marco de la literatura gay, en el que se me ocurren pocos ejemplos de mayor altura, tiene un lugar destacado.

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