Mujeres borradas

María Judite de Carvalho se duele en Los armarios vacíos por la consideración de la mujer como un ser de segundo grado

María Judite de Carvalho. | INFORMACIÓN

María Judite de Carvalho. | INFORMACIÓN / porRicardoMenéndezSalmón

Ricardo Menéndez Salmón

La histórica opresión que las mujeres han padecido provoca entre otras cosas la anulación sistemática de sus biografías. Madres, esposas e hijas, han sido todo eso por relación a una figura ajena, no necesariamente masculina, pero siempre distinta a ellas mismas. Es difícil, incluso hoy, pensar en hombres que se definan por ser el marido de X, el padre de Y o el hijo de Z, pero continúan siendo legión las mujeres cuya existencia se adscribe sin escándalo a estas funciones derivadas, subalternas. Desde esa óptica, la obra de María Judite de Carvalho, como tuvimos ocasión de colegir gracias a los relatos de Tanta gente, Mariana, atesora como uno de sus núcleos la consideración de la mujer como un ser de segundo grado, condición que en Los armarios vacíos, novela reconocida por la crítica como su texto más importante, cobra una dolorosa relevancia.

Mujeres borradas

María Judite de Carvalho Los armarios vacíos Traducción de Regina López Muñoz Errata Naturae 169 páginas / 18 euros / porRicardoMenéndezSalmón

Dora, la protagonista de la novela, es viuda. Si su lugar en el mundo, como mujer casada, quedó definido por relación a su marido, su continuidad en la memoria colectiva del entorno (familia, trabajo, amistades) no ha logrado desprenderse del modelo original. La ausencia no libera la biografía; antes bien, la recluye en un nuevo nicho. Si se esperaba de Dora que fuera una madre, nuera y esposa ejemplar, esa ejemplaridad debe reforzarse ahora en su renovada condición de madre y nuera, pero también en su conquistada condición de viuda. Cambian las condiciones del contrato sentimental (lecho demediado; un plato menos a la mesa; economía de guerra), pero las sujeciones de la voluntad y de la identidad no se transforman. A Dora no le han crecido unas nuevas alas. Al contrario, las que tenía parecen forjadas ahora con algún material de especial peso y gravedad: plomo, bronce, el horror insoportable de los trabajos y días.

Hasta aquí, podría pensarse, otra narración tradicional, casi costumbrista, no muy alejada de la nómina de mujeres desdichadas que la novela decimonónica forjó hasta la extenuación. Lo que convierte Los armarios vacíos en una pieza singular, a menudo desconcertante, son dos aspectos que Carvalho maneja con indudable pericia. El primero es la presencia de un coro de mujeres (suegra, tía política e hija) que acompañan a Dora en su fatalidad, tres figuras (Ana, Julia y Lisa) magistralmente caligrafiadas mediante una economía de medios admirable, que Carvalho logra introducir como una afilada prueba de que, en literatura, menos es más. El segundo matiz sobresaliente de Los armarios vacíos es la voz narradora, la de Manuela, otra mujer en liza en esta abigarrada muestra de personalidades borradas por la vida y sus circunstancias. El sobresaliente uso que Carvalho hace de una narradora que está dentro y fuera de la acción al mismo tiempo, y que inevitablemente hace pensar en los usos de Henry James o en Los adioses de Onetti, es una felicísima muestra de la importancia del punto de vista en literatura que por sí sola justifica la lectura de un texto exiguo en su continente, pero abismal en su contenido.