Esplendor y sombras de las leyendas del «boom»

Alfaguara reúne las cartas que se cruzaron Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa en un gozoso volumen. Un libro luminoso e imperecedero, como la historia que cuenta: la de cuatro camaradas que revolucionaron la narrativa en español desde Latinoamérica

Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar y Gabriel García Márquez. . información

Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar y Gabriel García Márquez. . información / porJUANCRUZ

JUAN CRUZ

El boom de la literatura latinoamericana, que tuvo al menos cuatro santos, rompió la naturaleza rabiosamente humana de su iglesia cuando se enemistaron para siempre Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, que habían sido hasta 1976 pilares sólidos de la hazaña que puso sus escrituras al nivel en el que siguieron tras su ruptura como pareja que parecía hecha para siempre, aunque sus relaciones ya nunca pudieron rearmarse.

Se suele citar ese momento, que salpicó también a Carlos Fuentes, fiel a ambos en los principios de este fenómeno literario y luego el mejor amigo de Gabo, como la fecha en la que el boom hizo ¡¡¡boom!!! Sin embargo, cinco años antes, en la oscuridad burocrática de la Unión de Escritores Cubanos, tuvo efecto una misa negra que acabó con el prestigio internacional de la Revolución cubana y que puso dinamita en las hasta entonces relaciones amistosas, fraternales, de todos ellos. El caso Padilla los dividió, aun sin estruendo, pero poco a poco la luz que los juntaba se volvió mortecina, casi inexistente.

Fue como si una bomba fétida cayera sobre las antiguas amistades, obligadas a salir malheridas de aquel agujero abierto por Fidel Castro. Siguiendo aquel dicterio («con la revolución, todo; contra la revolución, nada»), el comandante deshizo la idea de que su país era un paraíso para los escritores y rozó de muerte aquel fenómeno literario que se basó en la calidad de sus componentes, pero sobre todo en la persistencia de la amistad.

Así pues, mucho más que el puñetazo que constituyó lo más visible de aquella ruptura entre Vargas Llosa y Gabo, el caso Padilla ya había socavado la esencia más visible de la amistad de los escritores que formaron parte del cuarteto que había hecho grande la casa común del boom. Heberto Padilla volvió del extranjero, de distintos empleos proporcionados por la Revolución. Él consideró que era hora de darle a esta una reprimenda, la autoridad de Fidel se sintió herida por las denuncias de su paisano y lo siguiente fue el apresamiento del poeta, cuyo libro Fuera del juego (1970) fue la piedra de toque de la indignación castrista.

De pústula a enfermedad

El escándalo que siguió al caso Padilla deslució dramáticamente la pervivencia del prestigio que la Revolución cubana se había ganado, en sus inicios, entre los intelectuales internacionales de la época. Hasta Jean-Paul Sartre salió a denunciar la abyección a la que se había llegado con aquella insoportable autocrítica. El boom también salió gravemente herido, al menos en el ámbito de la amistad que hasta entonces constituía la esencia de sus cimientos. El boom era inconmovible, pues ya tenía hecho lo mejor de su historia, pero el entusiasmo con que aquellos escritores se juntaron ya empezó a ser parte de un silencio a veces roto pero siempre amargo.

Obligado a desdecirse de ese libro y de lo que hubiera dicho que pudiera ser materia contrarrevolucionaria, Padilla compareció ante sus compañeros para hacer autocrítica tal como mandaban los cánones estalinistas. Y, en aquel lugar siniestro en que se convirtió la sala de sesiones, el poeta no dejó títere con cabeza, empezando por su propia figura, contra la que arrojó toda la porquería que, por lo que se dijo, le habían amontonado sus carceleros de la Seguridad del Estado. Padilla concitó el estupor internacional, la Revolución cubana empezó a escribirse en minúsculas, y todos los escritores cubanos, los que seguían en La Habana y los que ya se habían ido, como Guillermo Cabrera Infante, recibieron la misma ración de amenazas que ya fueron comunes en la relación del castrismo con los intelectuales. En el seno del boom, de aquella relación amistosa, empezó a desarrollarse una pústula que se convirtió en una enfermedad que duró ya para siempre.

Vargas Llosa, Juan Goytisolo, Jorge Edwards (el autor en 1973 de Persona non grata, el documento más duro contra la hipocresía revolucionaria) y otros intelectuales, que no se habían sentido aún indispuestos con el castrismo, reunieron firmas contra la persecución de Padilla, quien, en su autocrítica netamente estalinista, había herido prácticamente a todos sus colegas, y en primer término a Cabrera Infante. Este no había sido incluido entre los héroes del boom, ya vivía exiliado en Londres y era perseguido hasta allí por las carceleros de Padilla. Guillermito lo llamaba este en la diatriba contra sí mismo.

Aquella penosa comparecencia, tal como se ve ahora en la película en la que aparece entera la deposición de Padilla, dinamitó la confianza amistosa, y literaria, que juntó a los señalados por Luis Harss en el libro Los nuestros (1966) como los privilegiados habitantes de la nueva casa grande de la literatura latinoamericana. En ese libro aparecen otros grandes, como Juan Carlos Onetti y Juan Rulfo, pero los descollantes, los jóvenes (los nuestros) que vinieron a revolucionar la narrativa en español de América Latina, eran Julio Cortázar (Ixelles, Bélgica, 1914-París, 1984), Carlos Fuentes (Panamá, 1928-México, 2012), Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 1927-México, 2014) y Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936). Ellos son los héroes vibrantes de un libro que ahora los honra como amigos y como genios.

Los juntó la literatura, los hizo amigos el entusiasmo común por la literatura de cada uno de los otros y ahora son protagonistas de Las cartas del Boom (Alfaguara), mucho más que un libro. Como si en ese libro se detuviera el tiempo de aquella amistad, para congelar la vibrante relación que tuvieron los cuatro, sus cartas cruzadas son ahora como la luz que hubo y que persiste, pues su lectura genera la alegría de saberlos amigos, compartiendo sin envidia, o sin aparente envidia, lo que hacían unos y otros.

Marcados por la actividad frenética de Fuentes, que no paraba de viajar por el mundo, y por la generosidad literaria de todos ellos, las obras respectivas de los cuatro empezaron a circular por las editoriales y las agencias de sus respectivos países y, en seguida, de España y del extranjero, donde los manuscritos de cada uno de ellos empezaron a ser editados como si fueran consecuencia de una actividad colectiva. Felices de estar juntos, eran jóvenes por dentro, por fuera y en sus libros. Y en sus cartas.

Cortázar aún no había publicado Rayuela (1963), que fue celebrada por todos ellos en cartas que no tardaron en ser parte de un elogio multitudinario, común; La ciudad y los perros (1963) de Vargas Llosa recibió de ellos, también, el espaldarazo que se merecía la potente escritura del peruano; Cien años de soledad (1967) generó entusiasmo general por García Márquez y, además, la inmediata escritura de Historia de un deicidio (1971) por parte de Vargas Llosa, un abrazo impar a su amigo… Fuentes, asimismo, acertaba con sus libros, y todos, cada uno de los cuatro, disfrutó de los parabienes comunes que mantuvieron el boom con la buena salud con la que había nacido. Era tiempo feliz para la voluntad hispanoamericana de escribir.

Compilación inteligente

Esa correspondencia, a la que siguen textos de cada uno de ellos sobre los demás, se puede considerar como el mejor testimonio que ha dejado el boom, además de un espejo ilustrado de la enorme contribución literaria que cada uno de los cuatro dejó con sus respectivos nombres propios. La obra ha sido compilada, con inteligencia, por Carlos Aguirre, Gerald Martin, Javier Munguía y Augusto Wong Campos. A todos ellos se les debe este ejercicio de paciencia y de admiración, pues en cierto modo, en épocas en que ya palabras como amistad no se conjugan tanto con literatura, leer ahora estas correspondencias cruzadas constituye un espléndido haz de luz y de camaradería. Un libro luminoso, imperecedero como la historia que representa.

Una luz, también, de melancolía, porque los hechos que se produjeron después del primer resplandor los dejó a todos amistosamente malheridos. El caso Padilla y luego el famoso puñetazo introdujeron hielo en la mochila de los muchachos del boom. Ni Vargas Llosa ni Fuentes recondujeron de veras sus relaciones como los antiguos camaradas de influencias mutuas que habían sido, ni las relaciones con los otros habitantes de la casa del boom fueron ya el experimento de lecturas mutuas que los habían hecho los escritores que fueron, y sobre todo los amigos que habían sobresaltado a la literatura del mundo con la alegría de sus libros.