Esto no es una salida

Los destrozos es posiblemente la mejor obra de Bret Easton Ellis desde Glamourama

Bret Easton Ellis

Bret Easton Ellis / porSERGISÁNCHEZ

SERGI SÁNCHEZ

Las casi 700 páginas de Los destrozos podrían resumirse en aquella sentencia de muerte («Esto no es una salida») que cerraba American psycho, aunque sería injusto despacharla como si solo cinco palabras fueran suficientes como epitafio de toda una generación. En esta novela monumental, que es a la vez compendio de sus obsesiones y reinvención mayestática de su talento para la deconstrucción de su ego, Bret Easton Ellis (Los Ángeles, 1964) se coloca como protagonista confeso de una ampliación en el campo de batalla de Menos que cero, su celebérrima ópera prima que publicó a los 21 años, hábilmente mezclada con los tropos paranoicos de American psycho, para reincidir en el género de la autoficción, que ya explotó con menor fortuna en Lunar Park, y, de paso, ajustar cuentas con el dramatis personae de su universo.

Bret Easton Ellis. información

Bret Easton Ellis Los destrozos Traducción de Rubén Martín Giráldez Random House 680 páginas / 25,90 euros / porSERGISÁNCHEZ

Es imposible distinguir qué hay de realidad y qué hay de ficción en Los destrozos. Algunas de las escenas de la novela, que teóricamente parten de las experiencias traumáticas de Ellis en aquel otoño de 1981 en el que todo cambió, durante su último año en el instituto Buckley, pueden ser reales o no, del mismo modo que los asesinatos de Patrick Bateman podían ser o no fruto de su imaginación. Es lógico que, en esta cultura de lo difuso, en la que la identidad de lo real y lo simulado son la misma cara de un billete falso, el autor estadounidense aparezca como un holograma, como un doble virtual en un mundo poblado de fantasmas. Sus personajes, que podrían haberse escapado de un episodio de Euphoria, parecen luchar contra su propia desaparición, que Ellis dramatiza con sarcasmo como si estuviera escribiendo un slasher montado en descapotable bajo el sol cegador de Los Ángeles. Toda la novela parece estructurada en un permanente cliffhanger, dilatando los tempos hasta el paroxismo, como en un perverso culebrón al que le interesa más el descalabro sentimental de sus protagonistas, catalizado por la aparición de un intruso (Robert Mallory, ese ángel exterminador recién llegado de Chicago que el novelista se empeña en identificar como el Arrastrero, el asesino en serie que aterroriza a las élites huérfanas californianas), que la resolución de un enigma perpetuamente postergado. Si hay algo nuevo en Los destrozos es su trabajo con el ritmo narrativo, que afecta a los diálogos, que han perdido algo de su acostumbrada sequedad, y a la estructura de las frases, más elaborada, más musical.

A sus 59 años, el autor de Los confidentes ha escrito su particular versión de La edad de la inocencia. Si Edith Wharton, experta conocedora de la Nueva York aristocrática de principios de siglo, retrataba los privilegios de clase como un sumatorio de tradiciones y rituales que estrangulaban el libre albedrío de sus miembros, atrapados en un hermético sistema protocolario, Ellis hace algo parecido cuando se acerca a los jóvenes ricos de Los Ángeles, describiendo minuciosamente sus casas y sus cuerpos, la indiferencia de sus padres, las marcas de sus coches y su ropa, marcando territorio en una ciudad que es, a la vez, prisión y paraíso perdido. Ahí, en ese espacio donde la indolencia de las piscinas, el descubrimiento de la sexualidad y la teoría del rumor se expanden como una espesa niebla (a ratos trágica, a ratos autoparódica) sobre los tópicos de la película de instituto, Ellis ha situado la que tal vez sea su mejor novela desde Glamourama.