La construcción de una ausencia

Tripp ha necesitado cincuenta años para atreverse a volver a ese día que perdió a su hermano

La construcción de una ausencia / LEVANTE-EMV

La construcción de una ausencia / LEVANTE-EMV / INFORMACIÓN

Álvaro Pons

Los más veteranos recordarán aquellos álbumes de «Las aventuras de Jacques Gallard» que publicó la editorial Iru a finales de los 80. Historias potentes que tenían un punto de relectura de la línea clara en términos modernos y donde Jean-Louis Tripp demostraba un sólido dominio de la narrativa gráfica. Pero la crisis de las revistas hizo que en los 90 dejara el cómic para dedicarse, con éxito, a la pintura, la escultura y la ilustración, en una carrera establecida que, sin embargo, le llevó de nuevo al cómic a principios de este siglo, con obras de éxito, como la serie Magasin General que firmó junto a Regis Loisel. Sin embargo, leyendo El pequeño hermano (Norma Editorial, traducción de Eva Reyes; en catalán editado por Ed. Finestres, con traducción de Pau Gros) uno tiene la sensación de que abandonar la historieta fue solo una estrategia para esperar el momento de contar esta historia, la del duelo por la muerte de su pequeño hermano de 11 años. Fue un hecho ocurrido hace casi cincuenta años, allá por los 70, pero marcó la vida del autor. Todas las muertes lo hacen, es evidente. Por mucho que pensemos que asumimos el final, es imposible hacerlo, buscamos todo tipo de subterfugios para atenuar el miedo, incluso es posible que consigamos perder el propio, pero siempre nos quedará el dolor de la muerte cercana. Porque cuando desaparece un amigo, una madre, un hermano, podemos racionalizar el fallecimiento, pero es inútil intentarlo con la ausencia. Nadie nos avisa del vacío que deja quien se va, y que al intentar rellenarlo de recuerdos solo hacemos que dar forma a ese espacio sin vida con la memoria de instantes que no solo intentamos recatar del olvido, sino que nos aferramos a la esperanza baldía de repetirlos. Tripp ha necesitado cincuenta años para atreverse a volver a ese día que perdió a su hermano. Ha necesitado crear mucho para sentirse con fuerzas para reconstruir la verdad, sabiendo que solo el cómic le permitía lidiar con los recuerdos con esa extraña capacidad de la narración secuencial para que esa desdibujada remembranza que llamamos memoria se entremezcle con la realidad de lo que pasó, con esa realidad que renunciamos a fijar en nuestras neuronas porque duele. Y con esas fuerzas, comienza a narrar cómo se construyó la ausencia de Gilles a su alrededor: cómo cambió a su madre, a su padre, a sus hermanos, a él mismo. Y dibuja con honestidad, con una sinceridad que nos habla de sentimientos que hacen daño al volver, con una emotividad que es difícil no sentir en cada trazo. Que cuando se dice una y otra vez «No se muere en verano. No se muere a los 11 años», viene de dentro, y las palabras llegan al lector como mazazos, mientras los dibujos intentan captar el dolor con que esas palabras retumban en la cabeza del autor. Un accidente, apenas unos milisegundos que siegan un futuro, pero que necesitarán de décadas para ser comprendidos: Tripp define claramente cuándo comienza el duelo, en ese golpe, en esa mano vacía… Pero necesitará toda una vida para asimilar la tristeza de la ausencia. El pequeño hermano no es un relato de autoayuda para enfrentarse al duelo: es la narración de cómo una muerte se convierte en compañera de toda una vida, en un legado de lamento que hace casi olvidar que se pueden evocar también los buenos momentos. En el relato de cómo entender que la muerte llega sin avisar y que el azar de su venida es algo inalcanzable de comprender o de someter a la razón, dejando a su paso la memoria de lo que no pudo ser.

Una obra tan demoledora como emotiva e indispensable. 

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