Juan Gil-Albert en el Instituto Cervantes

Juan Gil-Albert: los encuentros

Tébar, Simón, Pérez, García Montero, De Dios y Martínez en el Instituto Cervantes el martes.

Tébar, Simón, Pérez, García Montero, De Dios y Martínez en el Instituto Cervantes el martes. / EFE

José Luis Ferris

José Luis Ferris

El pasado martes 1 de abril, el escritor Juan Gil-Albert hubiera cumplido 121 años. Ese mismo día, parte de su legado fue depositado en la Caja de las Letras del Instituto Cervantes en Madrid; un acto solemne en el que intervino Luis García Montero, director de la institución, Claudia Simón, sobrina nieta del autor, y representantes culturales y políticos vinculados al Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert y a la Diputación de Alicante: Toni Pérez, Cristina Martínez, Juan de Dios Navarro, Pilar Tébar y Joaquín Juan Penalva.

Juan Gil-Albert:  los encuentros | TÉBAR, SIMÓN, PÉREZ, GARCÍA MONTERO, DE DIOS Y MARTÍNEZ EN EL INSTITUTO CERVANTES EL MARTES

El legado in memoriam a la Caja de las Letras incluye sus gafas. / EP

Admito que me hubiera gustado compartir con ellos ese momento tan especial –tuve que renunciar a la cita por asuntos de trabajo–, pero me hizo especialmente feliz recordar que soy un privilegiado, puesto que tuve el placer de compartir con el escritor varios encuentros a lo largo de mi vida que, de algún modo, me dejaron una huella profunda. Y el primero de ellos fue en julio de 1979, en la presentación del primer número de la revista castellonense Isla Negra (poemas sueltos), dirigida por José-Carlos Beltrán, y en la que vi publicado uno de mis primeros poemas. Juan Gil-Albert ocupó un lugar de honor en aquel acto celebrado en Benicarló y en el que pude estrechar por primera vez sus manos. Él abría aquella publicación con un texto en prosa titulado Augurio y a fe que lo fue. Siete años después, sus manos volvieron a estrechar las mías en la entrega de los Premios de la Crítica Valenciana (modalidad de poesía), cuando fue el mismo Juan, que presidía la ceremonia, quien me dio el galardón que, a criterio del jurado, había merecido mi poemario Piélago, publicado un año antes. De nuevo, la magia volvió a brotar en mi piel con el simple roce de la suya. Sin embargo, el prodigio definitivo llegaría en el verano de 1988, unos días de sofocante calor en los que Blanca Berasategui, directora del suplemento cultural del diario ABC, me trasmitió el encargo de visitar al escritor en su propio domicilio para hacerle una entrevista-reportaje que vería la luz en unas semanas. Mi encuentro con Juan Gil-Albert en aquella vivienda de la calle Taquígrafo Martí de Valencia se había planificado para una tarde concreta, pero por empeño y capricho del autor de Crónica general se convirtió en una semana de charlas diarias, de largas conversaciones delante de un pequeño velador con bandeja, pastas de té e infusiones que sabían a menta y a fascinación. Tras cinco días frecuentando aquel salón, parecía que el poeta no quería que me marchara nunca; y yo, sin la menor voluntad de hacerlo, tuve que regresar a Alicante, aunque cargado con un hatillo de libros dedicados por él, con algún poema que copió y firmó para que guardara sus versos más allá del corazón, y la extraña sensación de que no volveríamos a vernos.

Juan falleció en el verano de 1994, pero yo sabía que personas como él dejan tanta sustancia viva sobre el mundo que basta con retomar uno de sus libros para hallarlo allí, para vernos de nuevo sin necesidad de haber pactado un encuentro o un paseo sin horas y sin rumbo. Anoche, sin ir más lejos, me susurró muy cerca del oído "Hablar es siempre tierno si se tiene con quién". Le contesté con sus mismas palabras, lo sé, "alguien nos nombra siempre en algún sitio / mientras estamos solos y olvidados". "Toda una vida sin esperanza surge de los labios como un plantel de rosas...", me respondió. Y por seguir, por continuar oyendo su discurso amable y requerido, acudí a la página 144 de Homenajes e in promptus y me dijo: "Puede ocurrir que el hombre se despierte / por la noche soñando y entre vagas / luces de oscuridad recobre el ritmo / de su existencia y diga: estoy latiendo".

Juan Gil-Albert:  los encuentros

Claudia Simón, sobrina nieta del autor. / EFE

Le escucho en estos días antes de irme a dormir y me estremece la inmediatez con que acude y me acompaña. Es curioso que sepa tantas cosas de mí después de tantos años, de aquella cita última en su casa, en el verano del 88, cuando al acabar la merienda tomó un extraño ejemplar de Valentín editado en francés por Actes Sud y me estampó junto a su firma: "Permíteme que este librito te acompañe como si fuera yo mismo". Y bien que así ha sido, amigo Juan, y mucho más ahora, cuando estos días de abril, al regresar de nuevo a tu Breviarium vitae, me lees con benévolo pesar ciertas notas que me hacen tomarme muy en serio tu presencia de ahora, en este hoy que no ha cambiado nada desde entonces: "Nunca se ha mentido tanto –tan a sabiendas de que se miente, tan sin inocencia– como hoy. La mentira, la personificada en los caudillos, jefes, políticos, prensa y radio, ha adquirido unas desproporciones descomunales rayanas en la locura si todo este embuste no estuviera regido, de manera tan evidente, por el genio de la estupidez".

Al acabar la contienda civil y vivir un exilio americano en México, Gil-Albert regresó a España en 1947, donde hallaría cierta serenidad y descubriría en su propia vida un manantial inagotable para la reflexión, el discurso, el poema o el relato. Eligió la vida retirada y se encontró consigo mismo. Desde una espléndida madurez teorizó sobre la existencia con una competencia que nadie se atrevería a discutirle: la suya propia; es decir, la del sabio que escribe desde los posos de la sensibilidad y de la conciencia. Era un observador fascinado, con una capacidad de observación dispuesta a transformar la anécdota en categoría, de aprovechar al máximo lo observado, trascendiéndolo. Pero, además, la modernidad de Juan Gil-Albert, su vigencia, se sustentaba en la superación de la melancolía, de la negatividad, a favor de una afirmación del ser. Su obra más transcendente ­Crónica general, Breviarium vitae– está cuajada de esa mirada y, sobre todo, de memoria, de autobiografía, de un discurso flexible que le permite referirse a sí mismo, pero también a nosotros, a los demás.

En la Caja de las Letras 1601 del Instituto Cervantes hay parte de ese legado, hay objetos del escritor -sus gafas, por ejemplo-, pero, sobre todo, hay palabras que nos remiten a un vitalismo humanista -cultural, mediterráneo, universal– y a una meditación autobiográfica que hacen de Gil-Albert un autor único y nuestro.

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