Litigios de frontera
El racismo de la inteligencia

Una escena en una biblioteca (antes de 1844). / William Henry Talbot
Sabrán perdonar los lectores, víctimas habituales de las aperturas in media res, este torpe comienzo metaliterario. Pero deberán comprender que, desde hace tantas semanas como las que componen un trimestre, el autor de esta columna periódica perseguía comentar la triste situación (nada casual, por otra parte) que viven las bibliotecas públicas valencianas a lo largo de los últimos tiempos. Como ya podrán imaginar, pues se le presupone usuario de estos servicios a quien la condición de «lector» merece, hacemos referencia tanto a la escasez de novedades en los catálogos bibliográficos como a las dificultades que, según el testimonio de varios bibliotecarios consultados, existen a la hora de cumplir con esas adquisiciones. Y no fue en vano nuestra tarea sobre este asunto, pues además de las intertextualidades anotadas para cada ocasión, habíamos previsto saldar aquella deuda que en su día contrajimos con el texto de Pierre Bourdieu titulado El racismo de la inteligencia. Esta conferencia de 1978, publicada en Cahiers Droit e liberté e incorporada -en español- al libro Cuestiones de sociología, afronta la problemática ideológica del acceso a la cultura (en concreto, la transmisión del capital cultural) como un racismo de la inteligencia ejercido por la clase dominante.
Sin embargo, y en mitad de esta reflexión en torno a los caminos que nuestra propuesta parecía tomar, presenciamos una escena que frenó en seco cualquier posibilidad de continuar con esta labor. (Aunque tampoco faltará quien nos tache de frívolos, pues de buena cuenta sabemos que son legión los antiguamente llamados «pobres de espíritu»). Se trata de un joven muchacho sin hogar, a quien no resulta difícil encontrar por los rincones más sórdidos (y no tan sórdidos) de la ciudad, que dormitaba en toda la extensión de un banco, bajo la liviana caricia del sol de invierno, con la única compañía de una vieja pelliza y aquel libro con las cubiertas desgastadas. Jamás podremos olvidar aquel ejemplar, imitación de piel y letras coronadas con tintura pajiza, perteneciente a una de esas colecciones populares de la posguerra. (Tampoco podremos olvidar, casi como un síntoma, a la asalariada obesa que, haciendo un alto en su jornada, comía dos yogures -de buena marca, claro- en el banco contiguo con una extrañeza similar a la repulsión). Pero no quisiéramos mezclar el sexo con la metafísica, a decir de Henry Miller, así que intentaremos explicarnos. Por un lado, nos llamó poderosamente la atención esa prioridad a la hora de elegir la lectura como compañero de viaje por delante de la bebida o, según hemos observado en más de una ocasión, el teléfono móvil. (Porque la mendicidad -sepa usted- se ha sofisticado últimamente, llegando incluso -como decimos- a la digitalización). Por otro lado, también nos causó un gran impacto ver recobrada -con tamaña fuerza- la aura perdida del fetichismo literario.
No será menor señalar, y mantenemos -al fondo- el pulso sobre la dejadez de las bibliotecas públicas valencianas, que la libre accesibilidad a determinada cultura (de consumo rápido e instantáneo) ha potenciado el mercado de la literatura sobre, precisamente, la literatura del mercado. Id est: el aura y el fetichismo literarios. Aquello que Philippe Sollers denomina en sus notas sobre literatura y enseñanza como «miseria de lectura», «allí donde» -a petición de la ideología burguesa- «un escritor debe ser un elemento moral, a-histórico, alguien que promulgue -valores- universales en una sintaxis acorde con un principio de economía». Es por ello que cuando Pierre Bourdieu habla del racismo de la inteligencia olvida, en todo caso, la inteligencia de un racismo. Este «resentimiento pequeño burgués» precisa pensarse, antes que desde el poder ejercido por esas clases dominantes a la hora de reproducirse, desde la posibilidad de buscar -como lectores críticos- esas quebraduras en el discurso hegemónico. Tras contemplar la visión de aquel muchacho, abrazado a la soledad traidora de un libro, solo pude recordar todas las horas que un jovencísimo Rimbaud pasaba, refugiándose de los rigores del invierno, en las bibliotecas de París. Cuántas veces me habré preguntado, con cierta insistencia inútil, por el título de aquel volumen. Porque también anida el frío tras la inofensiva apariencia de la producción ideológica de la literatura: je est un autre.
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