El nombre de Mario Gaviria, aragonés, sociólogo, urbanista fallecido ayer, quedará irremisiblemente ligado para la Historia a la ciudad de Benidorm, a la que llegó hace casi 50 años sorprendido por la inusitada atracción que suscitaba entre las clases medias españolas y de varios países europeos. Le fascinó cómo un municipio de apenas 15 kilómetros entre un extremo y otro de sus playas podía provocar tanta fascinación en un mercado turístico que repetía visita año tras año y que cada vez que regresaba a su lugar de origen lo hacía pensando en volver.

A principios de la década de 1970 lo entendió todo: el famoso microclima de la ciudad que otorgaba un par de grados arriba o abajo respecto a otras localidades con las que hacía frontera; su planta hotelera ya muy asentada y capaz de alojar más gente que, por ejemplo, Alicante; unas playas privilegiadas de fina arena sin rival posible gracias a que la vecina Sierra Helada escondía bajo sus fondos marinos un tesoro de reserva arenosa casi interminable. Aquello era como si un pueblo de Texas tuviera su propio pozo de petróleo para su uso exclusivo.

Consciente del potencial de todo aquello, Gaviria hizo uso de la fama que precede a quienes tienen su mismo origen y se dispuso a preparar con la vehemencia propia de un maño un ingente estudio para justificar todo aquello. Cogió, entre otros, a otro joven picado por la curiosidad y el ingenio, José Miguel Iribas, ya fallecido, y coció «Benidorm, ciudad nueva», el mayor análisis sobre una ciudad turística hecho hasta entonces en España, miles de páginas dedicadas a explicar cada dato que resolviera el fenómeno: el consumo de agua, las entradas por carretera, el origen histórico y el origen de sus turistas, la renta social, su plan urbanístico, la idiosincrasia de su sociedad, de su comercio, de su vida nocturna, su temperatura media mensual, tanto la ambiental como la de sus aguas, su asunción, apego y defensa a ultranza de los entonces denostados rascacielos, las horas de luz, la calidad de la arena,... Cuarenta años antes, Gaviria estaba inventando el big data con métodos tradicionales. El colofón de toda aquella catarata de datos y su análisis lo resumió tirando de genio su alumno aventajado, José Miguel Iribas: Benidorm, decía, era la Coca Cola de litro, esa que se consume una y otra vez por el potentado y el trabajador, por el ama de casa, el niño y el abuelo, por el banquero y por el obrero de la construcción. El producto turístico perfecto.

Aquella obra de Gaviria, dirigida en tiempos en que el urbanismo vertical contravenía los principios de la estética y el medio ambiente entre la clase intelectual, siempre a destiempo, pasó desapercibida más allá de la ciudad objeto de análisis. No fue hasta finales de la década de 1990 cuando «Benidorm, ciudad nueva» resucitó como obra de referencia en las universidades de España en ese momento en que las tendencias quisieron que urbanistas y ecologistas abrazaran el modelo de Benidorm como el único sostenible para acoger a muchas personas en menos espacio en un entorno de piscinas, jardines, pistas de tenis, playas hermosas, comercio para todo tipo de público y un ocio nocturno predispuesto al pecado.

Ese resurgir de los principios expuestos por Gaviria (la casualidad ha querido que coincidiera su muerte con el décimo aniversario de la desaparición del alcalde de Benidorm que lo hizo posible, Pedro Zaragoza) lo trajo de nuevo a la ciudad en 2010, cuando otro exalcalde, el socialista Agustín Navarro, lo captó de nuevo para asesorar al municipio no ya en su resurrección, sino para tratar de eliminar algunos errores que el modelo traía consigo, como los famosos retranqueos del comercio o parte de la oferta que no casaba con una ciudad que siempre ha mirado a la modernidad. Desgraciadamente, no le dio tiempo.

Sin Gaviria ni Iribas, Benidorm y la provincia se han quedado sin intelectuales que las defiendan contra viento y marea y sin estudiosos capaces de elaborar informes de territorio movidos por el amor y la fascinación que sienten hacia ellos. Dedicó algunos de sus últimos años a asesorar en la mejora urbanística y social de Zaragoza, pero de vez en cuando se dejaba caer por ese municipio kitsch y vertical del que siempre tuvo la sensación de que le quedaba algo por hacer. Queda, sin embargo, su obra, para ejemplo de universidades y estudiantes en tiempos en que no se podía tener un dato en segundos con el mero gesto de pulsar un botón.