Algo ha cambiado en Por Trece Razones entre su tercera y su cuarta temporada. Ese algo ha sido el estreno de Euphoria, que se convirtió en uno de los pelotazos del verano pasado de HBO. La entrega final de Por Trece Razones intenta captar algo de la turbiedad que transmitía la serie de Sam Levinson, pero se queda muy lejos de sus resultados. Más que nada porque el título de Brian Yorkey para Netflix no se atreve a llevar hasta sus últimas consecuencias lo que insinúa en los primeros episodios de su cuarta parte y se queda en un desenlace blando y lacrimógeno. Encima el capítulo final dura casi 100 minutos por aquello de dar solemnidad al momento. Y todo para contar algo que se podía haber hecho en mucho menos tiempo. La temporada final de Por Trece Razones tiene mucho más de Élite que de Euphoria, pero por lo menos la primera no va de lo que no es y disfruta de su petardez adolescente. Por Trece Razones tiene pretensiones de convertirse en serie de referencia en cuestiones tan espinosas como el acoso escolar, la violencia sexual entre adolescentes, la homofobia y otros problemas sociales. Pero estirar la historia como un chicle le ha acabado pasando factura y le ha restado credibilidad. De una labor educativa ha pasado a la mercantilización del suicidio.

Por Trece Razones tuvo su gran momento en su primera temporada al contarnos la dramática historia de Hannah Baker (Katherine Langford), una adolescente que se acababa suicidando como consecuencia del acoso que sufría en su instituto. Antes de hacerlo, dejó grabadas trece cintas de casete en las que explicaba los motivos por los que había decidido acabar con su vida. Aunque era la voz de Hannah quien nos contaba su historia, "en vivo y en estéreo", el protagonista era Clay Jensen (Dylan Minnette), su mejor amigo, que trataba de entender el por qué. Lo que debía haber sido una miniserie con un final cerrado empezó a torcerse cuando, ante el impacto que tuvo, pudo más el poder del dinero y fue renovada para una segunda temporada que muchos veían innecesaria. Aún así, aquellos nuevos episodios pudieron salvar los muebles. En ellos se nos contaba el juicio para tratar de determinar si los responsables del instituto tuvieron alguna responsabilidad en la muerte de la adolescente. Entre los aciertos de la continuación, estaba el mostrar la tendencia a criminalizar a las víctimas de abusos sexuales, así como también el jugar con el efecto del narrador no fiable. Si en la primera temporada, las palabras de Hannah contaban la historia, aquí se introducen nuevos narradores y sus puntos de vista. Éstos no coinciden con lo que otros nos contaron y, naturalmente, no todos están diciendo la verdad.

El declive llegó en la tercera temporada. Si el que hubieran hecho la segunda podía ser cuestionable, alargarla otra entrega más era demasiado. Hasta me pareció obsceno que censuraran la polémica escena del suicidio de Hannah del inicio de la serie justo días antes de que se estrenara la nueva entrega. Parecía más un intento de conseguir publicidad gratuita para la serie, que una muestra de respeto para aquellos que pudieran sentirse ofendidos por ese momento tan controvertido. En la tercera temporada, la mirada se ponía en la del acosador, el capitán del equipo del instituto. Los episodios intentar ir un poco más allá de presentar a Bryce Walker (Justin Prentice) como un villano e intentan humanizarlo. Aunque incluso él también se convierte en víctima, porque aparece asesinado nada más empezar la temporada. Cualquiera de sus compañeros de instituto, sobre todo las personas a las que martirizó, podrían haber sido los autores del crimen. La moraleja es que hasta el mayor de los monstruos tiene su corazoncito. Bryce llega a arrepentirse de las malas acciones de su pasado. Hasta deja grabada una cinta. Sus enemigos se las apañan para encontrar un falso culpable, un personaje fallecido, que cargue con las culpas y que los verdaderos autores queden impunes de una muerte de la que están arrepentidos. Como en Élite, los interrogatorios de los estudiantes ante el sheriff sirven para ir tejiendo la historia a través de flashbacks.

La cuarta temporada, recientemente estrenada en Netflix, cierra la historia, retomando un cabo suelto que quedó el año pasado. Alguien sabe que el crimen se lo encasquetaron a una persona inocente, que podía ser culpable de muchas cosas atroces, pero no de esa muerte. También los remordimientos afectan a los encubridores. La temporada final parece abandonar el tono de culebrón adolescente y se hace un poco más oscura, adentrándose en el pantanoso terreno de las drogas y de las enfermedades mentales. La presión sufrida durante los últimos años por Clay le hacen desmoronarse y tener verdaderos problemas para mantener la cordura. Tiene a una especie de acosador, que parece salido de un episodio de Pretty Little Liars, que continuamente le recuerda eso de "sé lo que hicisteis". Un acosador cuya identidad se ve venir desde el mismo momento en que el personaje de Clay sufre alucinaciones. Pero, como decía nada más empezar el artículo, los guionistas no se atreven a llevar esta historia hasta sus últimas consecuencias. Ni eso, ni la posibilidad de que en el instituto hubiera uno de esos tiroteos, como el de la matanza de Columbine, que de vez en cuando sacuden a la sociedad norteamericana. Algo que se ha planteado ya en un par de ocasiones en esta serie. La temporada final arrancaba anunciando que alguien iba a morir. Finalmente en los episodios finales sabemos quién es el "elegido". Un personaje importante de la serie, aunque no tanto como el que se nos había insinuado. Su muerte sirve para que todos sintamos mucha pena, lloremos mucho y prácticamente nos olvidemos de los misterios de baratillo y de las conjuras para ocultar un asesinato que nos habían estado contando. Y que si todo se hubiera acabado en la segunda, mejor.