En la calle Mayor regalan abrazos. Es una costumbre que se ha extendido y que suele practicarse los domingos por la mañana. Un grupo de púberes hablan de amor, solidaridad y contacto humano. Me parece bien, no hacen daño a nadie y algunos hasta lo agradecen. El escribidor anda por esta calle los domingos por la mañana recordando lo que otrora fué y lo que ahora es, un callejón-tubo repleto de comercios. Mercaderes a todos los lados. Mercaderes y turistas con cámaras de foto en mano, calcetines blancos de punto y sandalias. Alguno porta un sombrero mexicano y busca junto a dos más, un bar donde refrigerar el gaznate. Con sangría a gogó. Les dá lo mismo los precios o el pringue de una tortilla de patatas mal hecha. Andar hacia el final de esta calle supone rellenar cada una de sus bocanas de espacios privados. La librería de lance que era punto de reunión de contertulios, aquèl viejo café con sonido de acordeón, los escaparates de una farmacia centenaria. Hasta el tañer de las campanas del ayuntamiento parece diferente. Elementalmente el que es diferente es uno, que sorprendido por el grupo de muchachos abrazadores busca evitarlos. Arranca a llover espontáneamente, con el cielo esponjoso y lleno de cráteres grises. En vez de acelerar el paso procuro disminuirlo, abstraìdo en consideraciones de pura observación, nada importante, ver, oir, pasear, estar... Fabrico un relato mentalmente, ni siquiera merece la pena anotarlo, cuando una chica paraguas en mano y minifalda negra, se acerca y pregunta si deseo un abrazo. La dejo apretarme con brevedad aceptando su sonrisa. Otras compañeras ríen e intentan refugiarse del calabobos espeso que cae. Cuando definitivamente abandono la calle mayor sigo absorto en el escrito que, pienso, nunca haré. Descubro como un ligero perfume queda impregnado en mi abrigo. Creo que la chica minifaldera transmitió su olor suave a cerezas en el abrazo fugaz. Enonces, de pronto, adivino que tal vez sí pueda escribir un relato.