Hebber era un bibliómano excéntrico millonario. Compraba casas, las llenaba de libros y luego las cerraba. Ashbee al contrario era cultísimo, apasionado de la literatura erótica inglesa y francesa de finales del XIX. Solía pasar los inviernos en España y cedió toda su biblioteca al Museo Británico. Miles y miles de libros especializados en toda suerte de arte amatorio. Otro gran coleccionista de piezas sexuales importantes fué Atkinson, duque de La Vallière, al que se le dataron más de setenta mil volúmenes. Entre coleccionistas andaba el juego. Nos cuentan los hermanos Goncourt que Frederick Hankey era un auténtico monstruo. Se jactaba de encuadernar sus libros con pieles de muchachas y solía presenciar ahorcamientos, para excitarse, en compañía de putas. Este coleccionista compraba obras sado para el famoso Lord Hougthon, de quién se dice que pervirtió al poeta Swinburne en su juventud. Sin embargo estos desvaríos lo hundieron en la miseria. Seguramente vendió toda la biblioteca a Ashbee. Se habla también del magnífico fichero, hoy disperso, del escritor y traductor helenístico Pierre Louis. No puedo olvidarme de Charles Nodir, gran bibliófilo del Arsenal, especialista en sapos y culebras, erotómano importante. Y para acabar el ligero muestrario citar a Rosenbach, el coleccionista má importante en América en los últimos setenta años. Mi particular colección no ocuparía más de dos estantes en las habitaciones de estos señores. Por algo se empieza.