El mendigo número nueve está censado. Saben las autoridades que se sienta en la puerta del banco estatal, y que allí, de rodillas, muestra su harapiento ropaje. A veces se hace acompañar por un perro pulgoso y un cartel con faltas de ortografía que cuenta su poca vida: Ayúdenme, es el resumen de sus cuarenta años. Un tetrabik de vino malo reposa junto a una manta agujereada. Día y noche el pedigüeño ofrece la misma estampa: escaleras de mármol tras suya, señores trajeados con maletín que pasan alrededor, y él, arrodillado, con la cabeza agachada, extendiendo una mano al vacío de la calle. Días y noches. Por eso, cuando una anciana se para misericordiosa a depositar unos céntimos en la sucia mano, se dá cuenta que el menesteroso no respira. Avisa a las autoridades. Falleció a causa del frío hace aproximadamente siete horas y el rigor mortis ha estirado sus músculos dejándolo tal y como todos están acostumbrados a verlo. Es una estatua de carne humillada en lo andrajoso de la vida. Cuando llegan los operarios de la funeraria tienen que fracturale algún hueso para meterlo dentro del ataúd. Ha ocupado inmediatamente su puesto el mendigo número diez.