Antes de la ducha uno piensa en el privilegio de ir a la ducha. Nuestros abuelos llenaban palanganas de fuentes lejanas o lavaban ropa en lavaderos preparados para tal fin, o se bañaban a escondidas en el río. El río donde la llevé creyendo que era mozuela y luego tenía marido. Aceite de gas, cera o grasa animal para iluminar el habitáculo con olor a geranios en verano, a brasero en los días duros de invierno de calcetín quemado. La ducha. Abrir el grifo y automáticamente el agua tibia o caliente topa con la piel de uno, que siempre piensa en cosas que no debe. Sarajevo. Los bloques de vivienda sin gas ni agua sobreviven a la metralla ajena. Escondidos en pilares desconchados y con olor a días, unas mujeres lavan sus partes íntimas con la escarcha empañada de los cazaaguas: artilugios que absorben gotas de rocío que mojan los labios de los niños asustados por disparos de francotiradores. ¿Saben lo que uno recuerda de las guerras inhóspitas?: La cadaverina, el olor a muerte de los cuerpos tiesos, hinchados y amoratados, el zumbido de las moscas comecarnes y las duchas inexistentes, con un hilo de agua sucia bombeado con un viejo motor de escaso gasoil. Desprenderse el olor de la piel, la misma piel que se topa con el agua caliente o tibia abriendo el grifo del baño de casa, eliminar el olor a muertos, tiesos, figuras reventadas y oblicuas, inertes y apestosas, terriblemente apestosas. Antes de la ducha uno piensa que es un privilegiado. Entre el champú y el vaho la habitación brilla blanca. Y las ideas se acaban mojando, disipando.....