Mientras el movimiento de indignados planta cara a lo soez del sistema y se concentra en protestas, ando en otras cuestiones. A mí me parece interesante cualquier atisbo de rebelión, aunque como me pilla muy mayor, me interesaría más cualquier atisbo de revolución. Ya pasé por las rebeliones, explosivas, sí, pero fagocitadas por la boca grande de lo establecido. Cuando quise darme cuenta llevábamos al ché en las camisetas y no en el alma. Pasé del amor libre a la monogamia con la misma relatividad que el socialismo renunció a Carlos Marx una fría mañana de congresos de gente con chalet. De todos aquellos ismos culturales, surrealismo, existencialismo y pollalismo, sólo me quedó el regusto amargo de saberse vencido, de verse dirigido- profesionalizado por fuerzas mayores. Y sin creerlo, de hecho lo niego, caímos en las faces de la democracia burguesa, exponiéndola, falacia suprema, cual ùnica vía de entedimiento. La cuestión, a mi entender, es que no puede existir fase revolucionaria sin previos pasos de rebelión. Lo digo mientras yo mismo, una persona de mediana edad, (esta frase hecha es un eufemismo usada de latiguillo, es evidente que con 53 años no se puede ser persona de mediana edad, al menos que viva 106 años), intento revolucionarme contra mí mismo. Los poderes fácticos siguen siendo los mismos que en el siglo 18. Que a nadie se le olvide: iglesia, fuerzas policiales y militares, banqueros y fascistas (neoliberales al uso, centristas arribistas e hijos de puta vulgaris), dominan el mercado, el poderoso mercado que convierte a los héroes en camisetas para vender, a los libertadores en eslóganes de marcas de moda y al pueblo llano, ese pueblo llamado a las filas de la rebelión, en un pueblo manejado, borreguil, domesticado, televisivo e inculto. Viva la rebelión. Viva la revolución. Vivan los soñadores.