A Barea le pasaba lo que al marqués de Leguineche en "La escopeta nacional": coleccionaba pelos de coño. O eso decía él. Ensortijados, hirsutos, negros de coño negro, rubios o pelirojos. Cosas más difíciles se han visto. Süskind concedió a Grenouille el poder del olfato y coleccionaba cadáveres a los que hervía y arrancaba la piel en busca del elixir perfecto. Andrade, por citar otro coleccionista, es biólogo y guarda clasificadas toda clase de dípteros, moscas en castellano. La cuestión, como Grenouille con las pieles y Barea con los pelos, es conseguir el elemento coleccionable. Andrade anda cazando moscas literalmente. A su mujer, dice, le dá vergüenza salir con el biólogo. Mientras ella mira trapos en el escaparate él ve alados insectos con ocelos, especiales. Este narrador mismo colecciona un poco de todo, ahora con el tiempo quizás más relajadamente. Empecé con estampas de futbolistas fosilizados para seguir con ammonites y trilobites, animales que acaban produciéndome la misma sensación que los pelos de coño de Barea. Acariciar la coraza de un pequeño trilobites es saber que acaricias 450 millones de años. Pero lo que realmente me fascina como observador son los coleccionistas sacros. Ojos, piés, uñas. Penes, brazos incorruptos, astillas, clavos, soplidos, plumas de alas de ángeles, etc... Por cierto, en este mundo torticero también existieron y existen coleccionistas de hombres. Pero sobre eso, ya hablaré otro día.