Marilyn guardaba la ropa interior dentro del frigorífico, así, contaba, estaba más fresquita. Norma hace arrumacos a un tipo, ignoro su nombre, en una peli porno que se fué a subastar y no alcanzó las cuotas deseadas. Yo miro un rato el film, las medias con ligueros, sus labios pintados. Es una belleza adecuada a los cánones de guerra del siglo veinte, caderas anchas, buen culo, una curva de grasa en el ombligo. Marilyn Norma se quita la faja abriendo las piernas en el sofá, se sujeta los pechos, los aprieta, se deja hacer. Sexo explícito, dicen. Envidio al tipo idiota que monta encima de ella, detrás, de lado, debajo. Envidio al tipo que la besa y envidio al cámara cuando aterriza en un primer plano sobre su cara satisfecha y orgásmica. Todo ocurrió al principio, antes de ser alguien, antes de que ese alguien se convirtiera en un tarro de pastillas revuelto con champán. Busco afanosamente la cinta completa en los recovecos de internet. Sólo hay partes, cada vez más, de esos seis minutos, seis, la vida es eterna en seis minutos. Tenía veintiun años cuando rodó y ahora, extrañamente, nadie quiere el film. Yo la quiero a ella, quiero nacer en 1925 para conocerla veinte años después. Quiero ser cámara, sofá, amante, quiero ser el que la sodomiza, ama, espachurra, el que se deja besar, el que la mira como un voyeur sediento, quiero amarla... aunque, desde el desvencijado celuloide, me rechace sin explicaciones.